Boyer y Redondo, dos en la carretera
"He aquí un fracasado que no posee el espíritu para sentirse satisfecho de lo que tiene, aunque sí ha recibido suficiente cultura para saberlo".
F. Nietzsche
La soberbia es un pecado capital. Capital porque representa la más alta expresión de la maldad (caput: parte más alta), o porque conduce a la condena eterna (capitis damnere), o bien, porque estamos, lo que sería arriesgado, ante la capita coniurationis (los jefes de la conjura).
Ignoro qué destino reserva Dios a los soberbios, pero entre los hombres resulta el pecado más difícil de perdonar, pues es aquél a quien acompaña con más tenacidad el desprecio. El desprecio hacia los semejantes. El soberbio se cree superior a los demás y como tal se comporta. Detrás del soberbio, tras su orgullosa máscara, probablemente se oculta la debilidad de un inseguro. Un amor propio tan absorbente que no deja resquicio para encariñarse con el prójimo.
Es posible, también, que la soberbia sea pecado capital por aparecer con más frecuencia entre quienes manejan y detentan el capital. Mas esta hipótesis no parece la más afortunada ante dos personajes como éstos, distantes y distintos, obrero, el uno, adinerado, el otro. En todo caso, es más lo que les une que lo que les separa. Les une y les iguala la soberbia. Una soberbia despechada.
Herido en su honor (sea Mimi, el metalúrgico, o el mismísimo Napoleón), el soberbio aguanta mal cualquier desaire, y estos dos parecen ungidos con el mismo insano aceite del rencor. Subido en el pedestal que él solo, y solitario, ha construido, el soberbio está, paradójicamente, destinado a la humillación. Por carecer del don de la humildad, el menor desafecto lo humilla y lo conduce por los caminos del encono y de la cólera, cuya expresión primaria es el afán de venganza. Sin caer en la cuenta de que la venganza, según se sabe, es un plato que ha de servirse frío.
Un grupo de doctores becados por una universidad de la costa oeste norteamericana, y que están a punto de publicar sus conclusiones, se ha pasado en España los últimos seis años investigando una extraña enfermedad mental emparentada con la paranoia, a la que provisionalmente han denominado feliposis. De esta investigación, según ha trascendido, parece deducirse que un grupo de españoles, generalmente varones en la edad madura, han caído presa de una psicosis de nuevo tipo consistente en desarrollar, en relativamente poco tiempo y generalmente con manifestaciones estentóreas, una gran frustración que tales enfermos atribuyen en sus desvaríos al desamor que, según ellos, les profesa Felipe González.
Estos monomaniáticos no hablan de otra cosa, y cuando, como ahora, se está en vísperas electorales la enfermedad alcanza un clímax espasmódico-declarativo, mediante el cual pretenden expresar su incontenible sed de venganza. La inteligencia emocional, llegado el caso, cae a niveles fetales, maltratando el carácter y reduciendo a la nada su inteligencia deductiva y su sentido del ridículo.
Metidos en estos vericuetos patológicos se les ve deambular de puerta en puerta, no demandando ayuda, como sería razonable, sino ofreciendo auxilio. Su obsesión es de tal naturaleza que sólo la atemperan los focos que acompañan a las cámaras de televisión. La fotofilia es, en efecto, uno de los síntomas más elocuentes de esta maligna enfermedad.
Las obesas y golosas damas aquejadas de bulimia saben que una tortita de crema, un trozo de tarta o un pastel están 30 segundos en el paladar y toda la vida en las caderas, mas, a pesar de ello, lo degluten con ansiedad irreprimible. De semejante modo, los afectados por la feliposis, incapaces de resistirse a la atracción fatal de su enemigo imaginario, atacan con denuedo, dispuestos a quedarse tuertos con tal de sacarle los ojos al de enfrente.
La enfermedad en su fase aguda deviene desgarradora y omnisciente, y hasta torna iguales a los diferentes, haciendo comer con la misma cuchara a los otrora enemigos mortales. ¿La prueba? Boyer y Ruiz-Mateos, olvidadas expropiaciones y puñadas, irán juntos, cogidos de la mano, a votar de consuno al PP. ¡Ojalá que pierdan!
Cambiar de ideas, de amigos, de compañeros y de historia puede resultar comprensible. Es más, y es una suerte, no estamos hechos de madera ni nuestras mentes son de una sola pieza. Empero, una persona cabal busca para ese trance el momento oportuno, aquél donde el ruido y la furia no aparezcan. Procurando que no se le confunda ni con el oportunista, al encuentro de nuevos destinos, ni con la rata asustada que abandona presurosa el buque.
Y puesto que de soberbia se está hablando, no está de más recordar la frase de Mairena: "Es más difícil estar a la altura de las circunstancias que au dessus de la mêlée". Extraña, en verdad, que quienes se aman a sí mismos por encima de todo maltraten de tal modo su propia dignidad, despreciando la mínima estética que la vida demanda. A uno, le asaltan dudas razonables acerca de si Roma, a quien estos apresurados caballeros otorgan sus favores, está en disposición de pagarles los servicios prestados, pero uno sí ha llegado al convencimiento de que tales actitudes, semejantes cambios, de casaca, no incrementan la cuenta de la nobleza humana, sino que van al debe. Allí donde se anotan las bajezas de nuestra mortal condición. Donde se halla grabada a golpe de navaja cabritera una frase sin verbo: miseria y oportunismo.
es estadístico y candidato a diputado por el PSOE.
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