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Cartas al director
Opinión de un lector sobre una información publicada por el diario o un hecho noticioso. Dirigidas al director del diario y seleccionadas y editadas por el equipo de opinión

Otro mundo

¡Cuántas referencias, y cuán dispares, están haciendo de ti, mi querido San Antón! Y digo mi querido San Antón porque, entre sus vetustos muros y sus recoletos corredores, viví los mejores y más logrados años de mi vida laboral. Y no se engañe nadie pensando que era o soy uno de los muchos padres escolapios que integraban la comunidad, o alguien sueñe que el trabajo de las clases, en aquel entonces, era jauja. Muy cierto que todo lo que voy a decir acerca del colegio hay que verlo bajo el prisma de aquellos años, de aquellas circunstancias.Vaya en primer lugar este aserto: ninguna institución es mala en sí misma. ¿Qué o quiénes la hacen mala? ¿El fin? Instruir, educar en el caso que nos ocupa, es, a mi juicio, la obra más meritoria de cuantas puede realizar el hombre. Es la inversión más rentable. Ésa era la labor de San Antón, el fin que tiene todo colegio.

¿Los medios? La disciplina, el método, el orden y las exigencias son las pautas imprescindibles que toda entidad ha de justipreciar si quiere lograr los objetivos propuestos. Vuelvo a insistir en que los métodos han variado y que no podemos enjuiciar los con criterios actuales.

¿Las personas? Ciertamente. que, como humanos, podemos equivocamos y, de hecho, lo hacemos a menudo. Errare humanum est. Ya Jesucristo, en el Evangelio, nos recuerda: "El que esté libre de falta que tire la primera piedra".

Cierto, ciertísimo igualmente, que cada uno de nosotros tenemos nuestro carácter, nuestra psicología. Somos, en, definitiva, un microcosmos. Cada organismo tiene su metabolismo; del mismo modo cada persona tiene también una capacidad y disposición de asimilación peculiares. La sensibilidad de cada individuo es dispar.

Por todo ello el que los 45 ó 50 alumnos, número corriente en las clases de aquellos años, sintonizaran con las formas, métodos y proceder de cada profesor era del todo impensable. Si a lo expuesto añadimos el entorno de cada niño, familia, amigos, situación económica, queda patente que en cada clase siempre había un grupito, más o menos numeroso, tal y como sucede hoy día, al que continuamente había que estar estimulando, motivando y... lo más triste, castigando.

Cierto, asimismo, que muchos de esos niños recibirían castigos injustos.

¿Los motivos? Muy diversos: el número excesivo, el trabajo agotador, el estado de ánimo del alumno y del profesor, y sobre todo ese mundo tan complejo de los pequeños, que raras veces nos detenemos a valorar. ¡Cuántas veces habremos añadido a un sufrimiento otro mayor!

Hasta aquí podemos concluir que sí, que hemos cometido todos muchos errores, unos más que otros, pero no es menos cierto que, por encima de todos los fallos, priman, con muchísima diferencia, los aciertos.

San Antón era una empresa familiar y cada profesor un miembro más de ella. Con esa ilusión se trabajaba.

Y era, además de todo eso, la casa común de todo su entorno. Era el lugar de esparcimiento, solaz y diversión de miles de alumnos, familiares y amigos, que jueves tras jueves y domingo tras domingo acudían, con su peculiar algarabía y regocijo, sabiéndose seguros y queridos, a disfrutar de las sanas y festivas películas que se proyectaban en el salón de actos.

A ella enviaban las familias sus hijos con total seguridad y confianza.

Y estoy plenamente convencido de que el 90% de los miles y miles de alumnos que a lo largo de los años han desfilado por sus clases recordará con nostalgia los años que pasó entre las centenarias e históricas paredes de San Antón.

Por esto, y muchas más que podría añadir, creo que su espadaña debe seguir enhiesta en el inolvidable marco de Farmacia, Hortaleza y Santa Brígida. Aquila non capit muscas.-

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