El déficit, el euro y los plazos
Es cosa bien entendida que el objetivo de reducción del déficit presupuestario que nos impone el Tratado de Maastricht es bueno para nuestra economía y deseable en sí mismo (también lo es el objetivo de inflación, pero en estas líneas me concentraré en el tema fiscal). Hay acuerdo en que dicha reducción nos convendría aún sin Tratado.La deseabilidad de los objetivos no implica, sin embargo, que el ritmo de cumplimiento que nos pide el Tratado sea el adecuado. En verdad, este ritmo es problemático tanto desde el punto de vista del equilibrio macroeconómico como del microeconómico. Considérese, por ejemplo, este último. Para bien o para mal, el sector público tiene hoy bajo su responsabilidad muchas tareas y decisiones relacionadas con la asignación de recursos económicos. Lo más probable es que un tratamiento de urgencia, condicionado además por la necesidad ineludible de no aumentar la presión fiscal, lleve a recortes presupuestarios severos no de los gastos más inútiles sino de los más fáciles de recortar.
Que no se ilusione el lector pensando que estos dos conceptos coinciden. Al contrario, que un gasto inútil persista en el presupuesto es por sí mismo señal de que tiene defensores poderosos y, por lo tanto, de que no será fácil de rebajar. En definitiva: un calendario perentorio no nos permitirá un proceso ordenado de reducción y racionalización del sector público.
Hagamos, por un momento, un ejercicio de abstracción e imaginemos que el proceso de Maastricht no existiese pero que, aun así, y por las razones que fuesen, nos hubiésemos comprometido con sus objetivos. En esta situación la política indicada del Gobierno, del color que sea, que salga del 3 de marzo no sería, en el tema fiscal, la de asumir un calendario como el de Maastricht. Debiera, sin duda alguna, adoptar un calendario preciso, pero uno más pausado. Por ejemplo, sería sensato comprometerse con, un programa de reducción paulatina del sector público y, en particular, con un proyecto de descenso del déficit público razón de medio punto por año asta llegar al 1%, o incluso al 0%. No veo yo por qué esta política no iba a ser creíble o por qué los mercados nos iban castigar por ella. Es importante reconocer que un nuevo gobierno goza de un margen de maniobra en lo que se refiere a su credibilidad. Los mercados medirán la seriedad fiscal de un nuevo equipo económico por la fortaleza de su compromiso de reducción del déficit (sin aumento de impuestos), pero no es ni mucho menos evidente que vaya a inspirar más confianza un compromiso de llegar al 3% en dos años y después ya se verá, que un compromiso preciso de reducción sostenida del déficit para arribar a un 1% en nueve años. Es incluso posible que esta segunda opción tenga a largo plazo un efecto inferior sobre la deuda acumulada que la primera. Añadiré que no ha de ser difícil por parte de un ministro convencer a los mercados de la seriedad de su propósito. Basta con comprometerse a dimitir en cuanto el objetivo anual no se cumpla.
Me temo sin embargo, que no echaremos mano de la oportunidad ofrecida por lo que podríamos denominar el efecto de nuevo gobierno. La razón, claro está, es que Maastricht existe. Como sabemos, es altamente probable que los plazos del proceso se retrasen o que las condiciones se relajen. Pero, aun así, es presdecible que ningún gobierno español se atreverá a renunciar al calendario de Maastricht, o a expresar la conveniencia de que las fechas se pospongan, no sea que ello se interprete como señal de debilidad e incapacidad de cumplirlo. El riesgo inasumible sería el de quedarnos fuera de la unión monetaria, o, como se dice, de la primera línea de Europa. Hay una escuela dominante de pensamiento que enfoca esta cuestión como si se tratara de la apuesta de Pascal: si Dios existiese, la diferencia entre la recompensa al buen y al mal comportamiento sería de valor infinito. Por lo tanto, por improbable que fuera su existencia (en nuestro caso la culminación de Maastricht en una benigna unión monetaria) nunca saldría a cuenta pecar.
Confesaré que el proyecto europeo de la moneda única no me parece ni importante ni atractivo. Si fracasa no deberíamos llorarlo. Ahora bien, os términos reales de la discusión planteada son mucho más imitados, porque, haya o no haya euro, no depende de nosotros. A nosotros sólo nos queda definirnos con respecto a un proceso que nos viene dado, y la disyuntiva ante la que se nos pone no es trivial.
La idea de una España descolgada de Europa ofrece, a la vista de nuestra historia, un campo abonado a la inquietud. Pero tampoco tranquiliza la visión de un país contorsionándose económicamente con el objetivo de preservar la opción a perder su soberanía monetaria (la autonomía del Banco de España habría durado no más de cuatro años) y a convertirse, en lo monetario, en una feliz, periférica y poco influyente provincia de una Europa franco-alemana.
Me pregunto si deberíamos ser tan pesimistas, o estar tan resignados, sobre nuestra capacidad de gobernarnos bien. Incluso si la suerte no nos acompañase e, improbablemente, el calendario de Maastricht no se modificase, ¿es excesivo confiar en que si ejerciésemos el buen gobierno los mercados sabrían reconocerlo? Todo me hacer pensar que las consecuencias negativas serían limitadas si la falta de cumplimiento del calendario se debiera no tanto a haber tratado y fracasado, como haber exhibido un aplomo y una madurez nuevas en nosotros y a no haber estado dispuestos a renunciar al ejercicio atinado y racional de nuestra soberanía. Andreu Mas Colell es profesor de Economía de la Universidad Pompeu Fabra.
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