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Tribuna
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Sudores en la nariz

El primer debate televisivo que tuvo verdadera trascendencia electoral fue el que enfrentó en 1960 a Nixon y Kennedy. Se trató entonces de toda una novedad debida a que en la última década se había producido en los Estados Unidos la popularización de ese medio de comunicación. Kennedy, dotado de humor y de un cierto despego en la forma de expresarse, consiguió quedar por delante de Nixon, tenso, frío y calculador, aunque quizá más preparado en materias como política exterior. Es muy probable -lo cuenta el biógrafo del segundo- que su aparición ante las pantallas no fuera tan resolutiva como se ha solido decir pero la ocasión quedó destinada incluso a ser teorizada. No mucho tiempo después se publicó un libro, cuyo autor se llamaba Joe McGinnis, sobre "cómo vender un presidente" en el que se aseguraba que hacerlo era como hacer la publicidad de un detergente. Nixon -se decía- hubiera debido darse cuenta que uno no puede acudir ante una cámara y aparecer con sudor en la nariz porque eso le hizo perder el debate y, con él, las elecciones.Desde esos tiempos los políticos, también en España, han vivido atemorizados por esa inoportuna exudación. Ahora, además, se ha perdido esta prevención intelectual contra la televisión, considerada en otro tiempo como un instrumento de eficacia absoluta, como si por sí misma fuera capaz de darle la vuelta a una campaña, y de perversión segura, por su capacidad para simplificar. Es obvio que un debate televisivo no tiene otro efecto sobre la mayor parte de la audiencia que ratificarla en lo que ya pensaba. Pero no cabe la menor duda también que contemplar el cruce de argumentos e incluso los rostros de los principales candidatos durante él es instructivo y conveniente.

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Esta campaña, situada en un final de época, es importante pero está resultando particularmente elusiva. Hubiera sido, por tanto, muy interesante la celebración de esos debates que parecen ya imposibles. La culpabilidad está repartida por mitades y lo curioso del caso es que quizá sería conveniente para los dos principales contendientes dar facilidades para que se llevaran a cabo.

Característico de Aznar resulta jugar con las cartas pegadas al cuerpo, pero en esta ocasión se trata de una partida de ajedrez en que no puede pretender tras una apertura brillante (la que lleva haciendo en el inicio de campaña) sentarse, a continuación, a esperar el resultado. Incluso cabe decir más. Parece difícil que Aznar no gane e incluso que no tenga una mayoría suficiente. Pero el problema político para él no se va a producir el día mismo de la elección sino seis meses después. Cuando se abre una etapa política nueva -y son posibles las protestas inmediatas- es mucho mejor partir con una sobrecarga de legitimidad. Una victoria en ese debate no sólo se la daría sino que es perfectamente posible, a la vez por la posición en que se ha colocado su adversario y por la evidente mejora de la capacidad dialéctica del dirigente de la derecha. Tiene éste todos los argumentos para evitar el debate, no sólo en los antecedentes sino también en la marrullería de su adversario. Pero ésta puede crear adicción. En estilo político uno desearía que se actuara mucho más haciendo lo contrario que el PSOE y no lo que el PSOE al contrario.

Respecto del PSOE da la sensación de no darse cuenta bien ni de la situación en que está ni de las posibilidades que también le proporciona algún debate a tres bandas. El problema inmediato de los socialistas no consiste ya en abandonar el poder, lo que casi se puede dar por descontado, sino el inmediato futuro de cuestionamiento de liderazgo y de posibilidades de división o radicalización. Ese panorama debiera hacer pensar en aceptar todas las condiciones, aunque sean del adversario, en la confianza de que la lucha triangular siempre favorece si uno se coloca en el centro.

El gran beneficiado de la celebración de los debates, en todo caso, sería el elector. Es lástima que en España no existan entidades independientes, capaces de convocar a debates con garantías mínimas. Todos somos culpables de ello. Pero quienes se han atribuido esa función sin merecerla no han hecho nada por ayudarnos.

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