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Sabor a Díos

Tres cualidades tuvo nuestra ciudad, que los ya viejos recordamos con estéril nostalgia: la alegre cortesía de sus vecinos, el aire transparente y el agua del grifo. De las aventuras viajeras, en otro tiempo, medio siglo mediante, quedan en la memoria el ansia, casi concupiscente,,, de llegar, a través del llano amarillo que tiene a Madrid como diana, hasta el buscado hogar. La sed del camino allí encontraba su premio y su consuelo.Aún quedamos algunos para, rememorar la urgencia, acrecida durante los veranos, con que, en la cocina, dejábamos correr el chorro libre; al cabo de un par de minutos salía clara, fría y sabrosa, el agua del Lozoya, más que pura, pródiga, sustituta de la destilada con un gusto y paladar sin parangones. Agua fina, o delgada, decían, para distinguirla de la otra, la de Santillana, agua gorda, menesterosa, casi vulgar.

Calmada la sequedad seguía el placer de arregostarse con aquella delicia ilimitada. Después de la hartura, nueva fruición, tasada en otras partes: la generosa respuesta del jabón, al frotar la pastilla entre las manos, la gratitud de una espuma, cándida y prolija. Nadie conoce la frontera del paraíso, ni supo el madrileño de los años cincuenta en qué momento se evaporó la bendición del agua, para siempre jamás.

Me consta, por vivida experiencia, que hubo quien pretendió envasarla, compartiendo beneficios, compensando al pueblo nutricio, y a los limítrofes, con jardines, suministro perpetuo y una fama que habría dado la vuelta al mundo.

Merece la pena mencionar a quien puso tiempo, tesón y entusiasmo en una empresa que la envidia y la desidia sofocaron; fue uno de los más reputados hosteleros españoles, Clodoaldo Cortés, que ha dejado a Madrid el restaurante Jockey. A pesar de sus vastas relaciones en la estricta sociedad del régimen anterior, servir gran parte de las cacerías de Franco o los poderosos contemporáneos, y convocar en su establecimiento a lo granado de la gente indígena y extraña; aunque le avalara una radiante fama, le derrotado el necio rencor de sus coetáneos. El agua que ablanda los garbanzos, presta aromas al cocido y mejora las paellas quedó cautiva en las desnudas peñas originales.Nunca desdeñé la hipótesis del conflicto interesado con otros competidores sin duda mejor instalados, esa "mano negra" que se mueve para malograr los buenos propósitos. El conocimiento viene porque el azar me colocó en el prólogo de aquella iniciativa. Mi inédita aportación -había capitalistas de sobra- hubiera consistido en el. eslogan de lanzamiento y difusión, atrevido para la época y la circunstancia, pero reflejo del más respetuoso reconocimiento por la excelsa calidad del producto. El lema era gustativamente acertado y teológicamente ortodoxo: "Sabe a Dios". Cicuenta años después, sigo pensando lo mismo, porque algo distinguía al agua de Lozoya de la que pueda beberse en el mas decantado manantial. Como dijo del amor aquel otro madrileño Lope de Vega: "Quien la probó lo sabe".

¿Se imaginan el prestigio universal que suponen unas botellas sobre todos los manteles, en todas las conferencias internacionales, en todos los aviones de Iínea? ¿Y la legítima arrogancia con que pediríamos una Madrid water?

Nuestro gaznate, la Comunidad Europea y la misma balanza de pagos presentarían, hoy, mucho mejor aspecto.

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