Un crucero en autobús
La escena tiene lugar en una céntrica parada de autobús, donde aguardan, con urbana mansedumbre, seis o siete contribuyentes de ambos sexos. Ha llovido durante la hora precedente y los automóviles salpican de un, oscuro líquido grasiento al pasar sobre ese bache que hay junto a todas las paradas de autobús. Un reflejo condicionado y superfluo hace que, en ese momento, inicien todos un gesto unánime, doblando el cuerpo ligeramente, hacia adelante, como si algo pudiera remediar. El más desprevenido rezonga una injuria dedicada al conductor que se aleja. Llegará el autobús por la izquierda de los actores, aunque la aparición suele ser súbita a causa de que el lateral de la marquesina, quizás concebido para resguardar del viento y del agua, está cubierto por un grande y atractivo anuncio de ropa interior femenina -o masculina-, una marca de cigarrillos o bebida o de perfumes, que son las más frecuentes ofertas al consumo.Aquellas personas se desconocen entre sí. Están reunidas, durante un tiempo indeterminado, por el solidario denominador de la espera. Una investigación más cuidadosa puede revelar rasgos comunes, en determinados trayectos y horarios, precisión que será objeto de un opúsculo aparte. Se percibe un aire de familia, de raza, de clase social, dentro del orden zoológico que hermana a los usuarios del transporte público, en especial a los vecinos de Madrid.
Fuera del breve cónclave no hubieran cambiado la palabra, ni la mirada, pero es propicia la comunicación en la aventura de salir a la calle, donde se rompe el sello del silencio. Podría ser el soliloquio sin necesidad del teléfono móvil. Hablar del tiempo no es entretenimiento madrileño, que se limita a execrarlo en sus extremas rigurosidades.
El madrileño tiende al comentario antropomórfico como medio de iniciar el trato con los seres de su especie, comenzando -por ejemplo, en el caso que describimos- por vagas alusiones, siempre identificables. Cuando, al cabo de 10 o 15 minutos alguien musita entre dientes "Estos cabrones se sobreentiende la referencia al servicio de transporte colectivo, a la incuria municipal, al gobierno autonómico, al porco governo, en general, y, por supuesto, al conductor remolón, cuya mala fe se da por descontada. Hay un comedido asentimiento.
Imposible afirmar que fuera una cola, en la acepción de hilera de personas que esperan vez, pues, salvo en la cabecera de la línea, tal concepto germánico o sajón es olímpicamente desdeñado, en la genuina versión democrática de la parada del autobús. La tolerable. y aceptada anarquía procede de la experiencia y la voluntariedad del chófer, que rara vez se detiene junto al poste indicador, otras lo sobrepasa o no llega.
En este servicio público se forja el espíritu desfalleciente de los-madrileños, en la adversidad y la expectación de que, tras 20 minutos, pase un coche vacío, en misión de prácticas; o el que no completa el recorrido, mientras se soporta la amarga prueba de ver, en la dirección contraria, pequeñas caravanas de dos o tres, consecutivos, augures de una prolongada demora. Al fin, los pasajeros se han instalado en el pasillo, ya que raramente van libres las plazas sentadas. Queda en evidencia la excelente forma física de nuestros conciudadanos a quienes no resulta fácil pillar desprevenidos durante las maniobras de aceleración. y frenado en seco, que mantienen elástica la musculatura.
También se pone de relieve el alto nivel deportivo de los ancianos; podría afirmarse que Madrid es la ciudad donde mayor número de septuagenarios utilizamos este medio de traslación rodada y colectiva. Igual que, en otros tiempos, la policía secreta exhibía fugazmente la placa en los tranvías y a la entrada de los cines, mostramos, rápida y pudorosamente, la tarjeta de la tercera edad. No paramos.
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