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Historiadores y mitólogos

Como nos prueba la reciente historia europea, sólo la recuperación del pasado, por hiriente que sea, puede apercibirnos para afrontar el futuro sin repetir errores ni horrores ni caer en una amnesia fácilmente colmable con patrañas y mitos. Así, tras la lectura de media docena de libros consagrados al estudio de la literatura española medieval y del Siglo de Oro, cabe plantearse la pregunta: ¿se ha corregido y ampliado nuestra visión de aquélla en conformidad con los cambios operados en España en las dos últimas décadas? A riesgo de irritar a los rentistas de un saber precario y sorprender a ingenuos, responderé de entrada que no y, sin extenderme ahora a otros ámbitos, me ceñiré a la sorprendente escasez de huellas de la conmoción provocada hace medio siglo por los planteamientos innovadores de Américo Castro.Hablen cartas y callen barbas: la enseñanza de la historia literaria en institutos y facultades de la Península no incluye aún de ordinario lo evacuado por ilustres mitólogos ni adopta los enfoques contemporáneos vigentes en los Estados de la Unión Europea con excepción de Grecia (en donde los griegos de hoy transubstancian en los sublimes helenos de la época clásica y viceversa). En vez de examinar con ánimo integrador la complejidad y riqueza de la abigarrada sociedad medieval, enhiesta la creencia en una continuidad esencialista "a prueba de milenios" y rechaza el influjo "contaminador" de los elementos y factores juzgados "alógenos". Latinistas, arabistas y hebraístas se atrincheran por lo común en sus saberes y departamentos sin aventurarse a analizar los cruces e intercambios que crearon el arte y literatura mudéjares y constituyen la substancia histórica de nuestra cultura.

Referirse, como Galmés de Fuentes o Márquez Villanueva, a las fuentes árabes del Cantar de Mío Cid, el Conde de Lucanor o el Arcipreste de Hita, a la especificidad de la obra literaria de los cristianos nuevos o al posible modelo oriental del Quijote es incurrir en un crimen de lesa hispanidad que cae en oídos sordos, cierra muchas puertas y obliga a quien tiene el valor moral de romper el consenso a renunciar a los honores del mandarinato o emigrar a cátedras estadounidenses. ¡Ay de quien defienda, con hechos y datos concretos, la labor mitoclasta de Aménrico Castro! El fruto de su empeño generará un vasto y estruendoso silencio.

La mayoría de historiadores y expertos en el Siglo de Oro continúan hablando de autores y obras sin mencionar sino de paso y de puntillas, como quien camina sobre ascuas, los estragos causados por el Santo Oficio. Sin el tesón de los hispanistas extranjeros y exiliados culturales, nuestro conocimiento de la España medieval y de su desbaratado Renacimiento -época, precisamente, de la destrucción programada de su patrimonio intelectual y líterario- sería manco y tuerto. Por razones de autocensura e inercia repetitiva -ideas heredadas sin escrutinio de generación en generación- la empresa de Gilman de exhumar el contexto de La Celestina e iluminar la insólita creación de Rojas no ha sentado escuela. Los españoles siguen en el limbo tocante a las circunstancias dramáticas de la vida de san Juan de la Cruz -obligado a tragarse sus manuscritos y memorizar sus versos para escapar a la saña de los calzados- y de las que acompañaron la vida de Cervantes, tanto en su cautiverio, literariamente fecundo, en Argel como a su regreso a la patria cruel por la que, perdió un brazo. ¡Qué inmenso repertorio de sorpresas depararía un estudio sin anteojeras de sus trabajos y días y los de muchos autores cristianos nuevos agavillados rutinariamente bajo el epígrafe engañoso de "barrocos" o "renacentistas"! El olvido del pasado que nos afecta fomenta la creencia ilusoria en un florecimiento cultural producto de la unidad y homogeneización forzada de los Reyes Católicos y de la ortodoxia doctrinal tridentina siendo así que cuanto se creó entonces fue de ordinario a redropelo de ellas y objeto frecuente de pesquisa y persecución. No obstante a la obra a veces genial de los portavoces de la "unanimidad castiza" -Quevedo es el mejor ejemplo- y de los avezados a expresarse entre líneas -todos los cristianos nuevos-, España sufrió una devastación cultural -cordones sanitarios, autos de fe, aniquilación por el fuego de millares de manuscritos- sólo comparable a las perpetradas por el nazismo y estalinismo, con la diferencia de que no duró años ni decenios sino tres siglos.

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¿Quién enseña hoy en los libros y cátedras sobre el Siglo de Oro lo expuesto crudamente por Marcel Bataillon en Erasmo y España, esa obra maestra que debería ser lectura obligada en todas las facultades de letras?

"Los hombres verdaderamente sabios que, en las universidades extranjeras, se habían dado al estudio de las lenguas antiguas y empezaban a propagar la verdadera erudición, unos se vieron sepultados en calabozos, otros tuvieron que sellar sus labios y disimular cuanto sabían. Luis Vives se quejaba a Erasmo en 1534 de que el tiempo en que vivían era difícil en extremo, y tanto que no podía decir cuál era más peligroso, si el hablar o el callar (...). Los efectos de un plan tan feroz y bárbaro aparecieron sin. tardanza. Los hombres de primer orden que, por medio del cultivo de la literatura griega y romana, habían empezado a plantear la mejora de los estudios en las universidades de España, se arredraron atemorizados desde que vieron que la afición al griego y los autores clásicos antiguos los hacían sospechosos. En pocos años las cátedras establecidas para la enseñanza de las lenguas sabias se vieron sin discípulos, y en el reinado de Felipe III se miraba como un prodigio al que entendía la lengua griega. Las ciencias naturales y exactas (...) se hallaban no sólo sin patrocinio, sino en la general sospecha con que los teólogos miraban todo lo que no entendían".

La historiografía española encubre de ordinario un tejido de antipatías, complejos, nostalgias, delirios de grandeza que pueden cifrarse en un deseo apenas recatado de disminuir o negar el impacto de la huella semita y enaltecer por el contrario, tras solapar los crímenes y tropelías del Santo Oficio, la herencia visigodo-romana. Ese nacionalismo aguerrido, forjado durante la lucha contra el islam y conservado como reliquia en nuestras bibliotecas y cátedras, es, como podemos verificar fácilmente cotejando textos, hermano gemelo del responsable de los actuales genocidios y purificaciones étnicas de los Balcanes, en donde los mitólogos académicos y universitarios "han intentado" -como señala el profesor Paschalis Kitromidilis- "dotar a sus Estados de una larga historia preestatal de nacionalidad y afirmación nacional, glorificando su pasado e intentando establecer continuidades ininterrumpidas de existencia nacional desde los tiempos más remotos". Desactivado el virus castellanista que alimentó la retórica de Falange y los horrores de la Cruzada, ¿no es el mismo tipo de impostura el que prevalece, por ejemplo, en Euzkadi entre los discípulos armados de Sabino Arana?

Tanto en la España forjada por los Reyes Católicos como en la Alemania nazi y la Serbia de Milosevic y comparsas, los desvaríos del extremismo nacional y

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religioso, con sus memoricidios, matanzas y expulsiones en masa, aglutinaron y vertebraron un poderoso movimiento popular que convertía al animalízado o satanizado musulmán y judío en materia combustible de quemadero. Los devotos católicos de Menéndez y Pelayo -cuya curiosidad intelectual, tan rara en España, he admirado siempre- pueden leer en sus Obras completas una defensa de la Inquisición que revela, a diferencia de otros tratados histórico-literarios del mismo signo pero más prudentes y acomodaticios, su verdadera índole: "Tiranía popular, tiranía de raza y sangre, fiero sufragio universal (...) autoridad en suma que tuvo por campo y teatro de sus triunfos el ancho estadio de la plaza pública". El poeta y psiquiatra Radovan Karadzic aplaudiría sin duda esta descripción que se ajusta como vitola al cigarro a la unanimidad serbia cantada en los pesme, cuya obsesión por vengar remotas afrentas y la sangre Iimpia es idéntica a la del Romancero.

Nuestro europeísmo superficial y mimético ignora éste y otros muchos recuerdos molestos. La desmemoria ínsita a la vertiginosa sucesión de noticias con que los medios de información nos abruman mantiene al público en un limbo inane de zapeo mental ininterrumpido. La noticia de hoy no es el acontecimiento de ayer ni será el de mañana: flotamos en una especie de nube y resbalamos sobre el barniz de las cosas. Amnesia equivale a pérdida de identidad, no la nacional ni religiosa cuyo cultivo sistemático alimenta al revés los fundamentalismos retrógrados, sino cultural y creativa: sin el arte y literatura mudéjares, san Juan de la Cruz y Cervantes, Velázquez y Goya, La Celestina y Gaudí, España no sería lo que es. Los manipuladores del pasado practican a hurtadillas una reducción jíbara.

Digámoslo bien recio a causa de la cultivada sordera: la mejor manera de ser europeos estriba en reivindicar sin complejos la singularidad de aquellas creaciones y elementos que componen nuestro mejor aporte al legado común gracias a su condición abierta, mestiza y heterogénea.

Juan Goytisolo es escritor.

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