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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Lisboa-Madrid.

CERCA DE cuarenta años de fraternales, dictaduras no sólo desunieron mucho, sino que lograron hacer un vaciado casi perfecto en las relaciones de los dos vecinos peninsulares. Tanta cuanta era la armonía personal entre Salazar y Franco y tan intensa la retórica del Pacto Ibérico, tanto mayor era el anhelo de los autócratas de que Portugal y España vivieran el uno aislado del otro.Portugal vivía así refugiado en la OTAN y sin mayores deseos de verse asociado al posfascimo español, y la España franquista, igual de ajena a todo lo que no fueran los fados de Amalia Rodrigues y las saudades de tarjeta postal.

Tal ha sido el abismo que ha separado a Portugal y España en los siglos XIX y XX -en que ambos países erraron el camino a la modernidad, pero cada uno retrepado en su solitario error- -que dos décadas de democracia no pueden vencer tan fácilmente al pasado. Ello explica que el nuevo jefe del Gobierno portugués, Antonio Guterres, no se salve de antiguos prejuicios, equívocos y desencuentros con España, y se comporte más como nacionalista que como correligionario del presidente del Gobierno español.

La primera cumbre hispano-portuguesa que ahora celebran Guterres y González sólo puede ser, por ello, una toma de contacto, un espacio para contarse todo lo que divide a los dos países; en la hora presente, sobre todo, el aprovechamiento de las aguas fluviales compartidas y el problema de la cuota pesquera atribuida a Lisboa tras la disputa del fletán negro con Canadá, que el Gobierno portugués estima claramente exigua.

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La realidad, sin embargo, entendida en la horizontalidad mesetaria que une a los dos países; hoy mucho más crujiente que nunca en la poco común historia anterior. Una España desarrollada es hoy el primer inversor extranjero en Portugal, y, de la misma forma que nuestro país mira a Europa, ve al vecino luso como parte de un conjunto en el que se le considera aliado en muchas cuitas económicas de la Unión Europea. A mayor abundamiento, el cruce turístico de la frontera en ambos sentidos ha hecho que en unos años los dos pueblos hayan aprendido a conocerse mucho mejor que en todos los siglos anteriores y que Aljubarrota -si bien una inevitable referencia nacionalista en los textos escolares portugueses- no sea ya un Gibraltar que nos divida psicológicamente.

Con todo, la inquietud geopolítica ante su gran vecino no va a desaparecer del todo en Portugal si España no toma la iniciativa de demostrar que no puede haber imperialismo, ni siquiera literario, en las relaciones peninsulares. Aquello del condenados a entenderse casi nunca ha sido verdad. Pero sí que estaríamos de verdad condenados -portugueses y españoles- si no fuéramos ahora capaces de entendemos.

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