La princesa, en escena
"Y tú ¿con quién estás? ¿Con Carlos o con Diana?". Quien me formulaba la pregunta no era un asiduo de las revistas del corazón, sino alguien riguroso y competente en sus cosas. Sorprendido, le devolví la pregunta. Sin dudar, me contestó: "Yo estoy con el príncipe". Y me explayó las razones por las que se alineaba con el todavía heredero de la Corona británica. No quise objetarle nada en aquel momento, pero voy a hacerlo ahora. No está en juego nada trascendente (¿qué significa esta palabra?), pero tampoco baladí.Con igual rotundidad que mi interlocutor adelanto mi respuesta: "Yo estoy con la princesa". Por una sola pero decisiva razón: porque es mejor actriz. Fue impecable su actuación ante las cámaras de la BBC. Rubia, melancólica, la mirada humilde y degollada, sobria y dulce de gestos, pálida, tierna y bella, susurrante pero sin una vacilación, incorporó desde el Principio el papel de la madre, víctima. Defendía a sus hijos a la vez que se defendía a sí misma del hostigamiento de la familia real, del cerco del poder, de la incomprensión de los grandes de este mundo, de su mundo. Su soledad, su desesperación, sus autolesiones, su bulimia, todo eso se fue desgranando, algún leve suspiro incluido, por su "boca de fresa" (vale la imagen de Rubén). No, no quería el divorcio: ¿cómo había de quererlo la hija (le unos divorciados? Pero "éramos tres", ella, el príncipe y Camilla Parker, susurró light y dulce; así no se podía seguir, y así se lo dijo a sus criaturas. Tres, eran tres: no, no se podía seguir.
Hasta el amante que debió buscarse para colmar tanto vacío, tanto abandono, tanta terca infidelidad del príncipe, hasta él, el ex capitán de Caballería (hay que fastidiarse) James Hewitt la convirtió en su víctima. Ella lo adoraba sí, lo adoraba; vecinas del mundo entero, habéis escuchado bien-, pero él la -traicionó. "Pobrecita princesa de los ojos azules" (Rubén de nuevo). Pobrecita, princesa y, partidaria de los pobres, de los desamparados, de las gentes abandonadas de los hospitales. Ella da amor, la gente quiere amor. "All you need is love", dijeron hace ya mucho sus ilustres compatriotas de Liverpool. Amor, y a ser posible en forma de embajada, de embajadora, mientras aguarda la ocasión -amor, amor, amor- de que su hijo acceda al trono de Inglaterra. La princesa hace suyo el mensaje de los Beatles, incorpora a estas alturas el mensaje hippy y beat ("El peso del mundo] es amor", cantó Ginsberg, su poeta).
Dicen que la opinión pública está con ella. Naturalmente: interpreta el mejor papel y la mejor obra en estos tiempos políticamente correctos en que la víctima siempre tiene razón. Siempre: aunque utilice jeringuillas infectadas, aunque no emplee las medidas preventivas que se recomiendan hasta la náusea; siempre tiene razón: es la víctima y se queja, eso es suficiente. Y si es madre (iah el viejo mito de la naturaleza fecunda y protectora!), entonces tiene doble razón. La mujer-víctima-madre es invencible. ¿Qué puede oponer frente a todo esto el hirsuto, distante, tosco macho que está en contra de la arquitectura vanguardista, ama el inglés de Shakespeare, cree que el idioma actualmente está muy degradado y encima se va con una adúltera resabiada? Nada, no puede oponer nada.
La princesa es una actriz eminente: conoce a fondo los efectos de la "pasión catódica" (Juan Cueto) y sabe tocar los resortes necesarios. El futuro es suyo. Dicen ahora que, tras el escándalo de la entrevista y la firme posición de la Reina, Diana se está pensando lo del divorcio. A lo mejor. El caso es que ha hecho un gran reality show. Al reality show, sepámoslo de una vez, ya no van sólo las marujas, también las princesas han aprendido las virtudes supremas del marujeo y suben a los escenarios donde se juegan las efímeras verdades de este tiempo sin memoria. A su lado, Carlos es un principiante, un alevín de actor, que el año pasado, al asomarse por el tubo catódico, no pasó de confesarse adúltero y poco más. Pero las suyas no eran maneras, vaya que no lo eran, alteza real. Qué burdo, qué simple, qué tosco todo. Ay, pobres maridos calderonianos, os han dejado en pañales para siempre. Diana (¿cazadora, diosa lunar?) ha señalado luminosa el camino para ganar las batallas que pierden en las alcobas.
Sí, Diana ha entrado en es cena y todos han aplaudido. Teatro de princesa, tabladillo catódico y fulmíneo. Hay quien le ha visto toques de lady Macbeth, de Ofelia, de Cleopatra, esas víctimas ejemplares de Shakespeare. Demasiado, seguramente demasiado para ella, que a lo mejor no ha pasado de una escolar frecuentación del dramaturgo. Sarah Fergusson, su casi ex concuñada, parece que no leía mucho más que la guía telefónica. Decía McLuhan que hoy Shakespeare hubiera sido publicitario. Pues no, a lo mejor lo suyo habría sido la televisión, a lo mejor. Así lo creía, desde luego, el autor de esa pieza -valga el galicismo- que interpretó, magistral y rosa, la aún princesa de Gales.
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