Presos políticos y consenso antiterrorista
Se veía venir. Desde que en el verano de 1994 se rompieron de facto los Pactos de Ajuria Enea y Madrid como consecuencia de la polémica sobre la reinserción de los presos de ETA, el enfrentamiento entre el PP y el PNV en lo que a la política antiterrorista se refiere, ha ido a más, sin que los demás partidos ni el Gobierno, muy debilitados en este terreno por la reapertura del caso GAL, hayan podido moderar dicho enfrentamiento.Éste es el contexto en el que hay que insertar las declaraciones de Joseba Egibar en primer lugar y de Xabier Arzalluz después, calificando a los presos de ETA como "presos políticos".
La calificación es un auténtico disparate, y no es posible admitir en este terreno la más mínima ambigüedad. En el ámbito histórico y cultural en que nos movemos, el concepto de preso político tiene un perfil muy definido: se trata de aquella persona que se encuentra en prisión como consecuencia de una conducta que en ninguna sociedad democrática sería tipificada como delictiva, bien por que de lo único que se trata es del ejercicio de determininados derechos fundamentales y libertades públicas o bien porque la condena se ha producido sin las garantías procesales exigibles en una sociedad civilizada, o por las dos cosas al mismo tiempo, que suele ser lo más frecuente en tales casos.
Dicho con otras palabras: la condición de preso político no se adquiere por la autodefinición que de su conducta hace la persona que está en prisión y por el alcance que, consiguientemente le atribuye a la misma, sino por las condiciones objetivas del sistema político que ha condenado a dicha persona a una pena privativa de libertad.
El concepto de preso político presupone, pues, que existe un sistema no democrático, en el que no están reconocidos determinados derechos y libertades, como consecuencia de lo cual son tipificadas como delictivas determinadas conductas que en un país civilizado no deberían serlo, siendo ésta la causa de que determinadas personas sean condenadas, con unas garantías procesales muy debilitadas, a penas privativas de libertad.
Éste es el significado en el derecho occidental del concepto de preso político, cuya utilización, por tanto, más que una calificación de la conducta del ciudadano que está en prisión, es una calificación del sistema político que lo ha enviado a prisión. El sistema carecería de legitimidad para tipificar determinadas conductas como delictivas y, para proceder a su consiguiente represión. Justamente por eso el preso no es simplemente un preso, sino un preso político, esto es, un ciudadano que no debería estar en prisión, porque su conducta, de acuerdo con las normas de los países de nuestro ámbito histórico y cultural, no debería ser constitutiva de ningún delito.
Ésta es la razón de que en este debate no se pueda transigir. La calificación de los etarras como presos políticos supone la simultánea descalificación del sistema político español (del vasco también) y la negación de su legitimidad para reprimir la conducta de los miembros de ETA.
Moralmente, una afirmación de este tipo resulta inaceptable. No dudo que los etarras en prisión se consideran presos políticos y que rechazan la legitimidad del legislador para tipificar penalmente su conducta y la de los jueces para calificarla en concreto imponiéndoles la pena que consideren adecuada. Pero al margen de los miembros de ETA y Herri Batasuna, no creo que nadie mínimamente imparcial pueda considerar que en la España de hoy, tras las medidas de gracia en los comienzos de la transición, tras la aprobación de la Constitución en referéndum después de un proceso constituyente inequívocamente democrático, tras la aprobación de los Estatutos de Autonomía, etcétera, matar de un tiro en la nunca, poner bombas en los supermercados o en las casas de los agentes de las fuerzas y cuerpos de seguridad, asesinar a Yoyes delante de su hija... sean conductas que pueden conducir a que los titulares de las mismas adquieran la condición de presos políticos.
Esto es algo tan obvio que los señores Egibar y Arzalluz no pueden no saber. Y por eso. resulta todavía más preocupante que hayan dicho lo que han dicho. Ya hace cuatro años, en enero de 1991, cuando se celebraba el tercer aniversario de la firma del Pacto de Ajuria Enea, los obispos vascos hicieron pública una carta pastoral en la que se calificaba a los presos etarras de presos políticos. Entonces se quedaron solos. Hoy es el partido que gobierna en Euskadi el que hace esa misma afirmación, y monseñor Setién el que sigue la estela. Ni los obispos entonces ni los políticos hoy pueden desconocer qué es un preso político y que tal condición no puede ser atribuida a los etarras. ¿Por qué entonces dicen lo que dicen?
Sobre esto es sobre lo que todos, pero en especial los dirigentes de todos los partidos políticos, deberían reflexionar. La utilización del término preso político supone la constatación de una ruptura frontal del consenso antiterrorista y no augura nada bueno de cara a la campaña electoral que se avecina. No sé si alguien piensa que las futuras elecciones, por el solo hecho de celebrarse y siempre que los resultados sean los que se esperan, van a pacificar los contenciosos abiertos en la sociedad española y que lo que se hace y se dice antes y durante la campaña electoral no va a condicionar después la acción del Gobierno y de la oposición.
No conozco a nadie en su sano juicio que piense así. Y menos en materia de terrorismo vinculado con un problema de naturaleza nacionalista. Que los vientos que se siembran acaben degenerando en tempestades es, desgraciadamente, un desenlace mucho más probable. Todavía hay tiempo para evitarlo. Determinar quién tiró la primera piedra en la ruptura del consenso antiterrorista no es un ejercicio imposible, pero sí estéril. Lo que cuenta es lo que está a la vista de todos: desde que se rompió dicho consenso, la presencia de ETA en las formas habituales de atentados, como los recientes de Vallecas y Valencia, o de secuestros como el de José María Aldaya, sino también en las formas nuevas, como el hostigamiento de la población vasca en la calle, las instituciones de enseñanza, etcétera. No creo que a nadie se le oculte la relación de causa-efecto que existe entre el resquebrajamiento de la solidaridad democrática frente al terrorismo y el polivalente recrudecimiento de éste.
Aquí reside lo nuevo y lo más preocupante de la situación. ETA ha matado y secuestrado siempre que ha podido y en el pasado ha matado y secuestrado más de lo que lo hace ahora. Cualquier tiempo pasado en este terreno siempre ha sido peor. Lo que no había ocurrido antes es la falta de unidad de las fuerzas democráticas ante la agresión terrorista, a la que estamos asistiendo desde hace algo más de un año. No solamente no hay pacto de todos los partidos democráticos frente al terrorismo, sino que la propia existencia del pacto y la convocatoria de los partidos que los suscribieron se convierte en motivo de agrio enfrentamiento entre el PP y el PNV. Ahí están las palabras cruzadas de estos últimos días de José María Aznar y Jaime Mayor Oreja por el PP y de Xabier Arzalluz e Iñaki Anasagasti por el PNV. Aunque no se diga expresamente, e incluso aunque expresamente se diga lo contrario, parece como si se quisiera convertir la lucha antiterrorista en uno de los ejes centrales de la próxima campaña electoral. Las consecuencias para el sistema político español pueden ser devastadoras.
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