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Oiga,¿es aquí donde pusieron la bomba?

Curiosos, familiares de empleados y clientes en busca de objetos perdidos acudieron ayer al lugar del atentado

Ojeroso tras una noche en vela y "con el susto aún en el cuerpo", el camarero Luis Santiago sentía que la cafetería de la sexta planta de El Corte Inglés de Pintor Sorolla había recuperado el bullicio. "Oiga, ¿es aquí donde pusieron la bomba?", le preguntaban reiteradamente los clientes. Las compras navideñas pasaron a un segundo plano para algunos de los visitantes del centro comercial, que ayer estuvo sensiblemente más vacío. Cuando se abrieron las puertas a las 11 de la mañana, parte del escaso público acudió para recuperar el coche del aparcamiento o los objetos que perdieron al desalojar el edificio apresuradamente, para saludar a un familiar que trabaja allí o por simple curiosidad.Los escombros de la cafetería son comparables, para curiosos como Marcos Malo, de 36 años, a unas ruinas romanas.

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Al enseñarle la ciudad a su tío Francisco, de 76 años, que había venido de Tordesillas,en Guadalajara, le llevó ayer a visitar el moderno puente de Calatrava y la cafetería del atentado: "Mis 600 ovejas son menos animales que estos etarras" decía el hombre indignado. Tío y sobrino se marcharon sorprendidos al encontrar la cafetería pulcramente ordenada. El servicio de limpieza de la empresa había trabajado durante toda la noche, sólo se había prohibido el acceso a los lavabos destrozados y se había habilitado otros al fondo de la sala. Inclinada sobre la barra, una mujer le pidió a un camarero que avisara a su cuñado, Miguel Pastor. "Es que anoche estaba muy nervioso y he venido a animarle" justificaba. Como ella, varias personas acudieron a la cafetería a saludar a algún familiar que trabaja allí.

El afilado cuchillo del jefe de cocina troceaba un pollo en pocos segundos a media mañana sin que le temblara el pulso. Sin embargo, José Juan Higón confesaba que aún estaba nervioso. El momento más penoso lo vivió cuando se metió entre los escombros y tuvo que cubrir con un mantel el cuerpo sin vida de Josefina Corresa. La sangre fría de algunos clientes le produce escalofríos al camarero José Antonio Guill. Cuenta que después de la explosión, una señora insistía en pagar la consumición antes de irse y que una pareja se fue al antiguo centro de Galerías, adquirido por la empresa y situado a pocos metros del edificio del atentado, y pidió, factura en mano, que les sirvieran los cafés que no habían podido tomarse al ser desalojados.

Los pasillos de las seis plantas podían recorrerse a mediodía sin apretones y apenas había que hacer cinco minutos de cola en el supermercado de la quinta planta, algo inusual en un domingo navideño. Los lavabos estaban completamente desiertos. Un joven fue el único que entró en una hora en el de la cuarta planta. "No pensaba venir, pero sentí la necesidad de ir al lavabo cuando paseaba por la ciudad", explica sin rubor.

Los escasos clientes que había en el departamento infantil los justificaba un dependiente por "el sol que invita a pasear". Los responsables de la empresa calificaron el domingo como "un día atípico, y restaron importancia a la escasez de público. En un corro de empleadas, que charlaban en la sección de lencería una de ellas alardeaba de haber tenido "más narices que nadie" al esconder el dinero de la caja después de la explosión.

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Muchos clientes como Amelia Hervás que viven en poblaciones vecinas a Valencia, se marcharon en tren o en autobús después de la explosión y volvieron ayer para retirar sus coches del aparcamiento. Llevaba una hora agolpada ante un mostrador, entre un montón de clientes, con un justificante de compra para que le entregaran una silla de oficina que había perdido en su huída. Tras el atentado, la gente desalojó el centro ordenadamente, pero muchas bolsas se extraviaron con las prisas.

Han realizado esta información Sara Velert, Francesc Bayarri y Felipe Pinazo.

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