La mente moderna
Hace dos o tres años pude visitar una muy completa exposición de Cézanne en la National Gallery de Washington. Fue una experiencia fuerte, inolvidable, pero ocurre que la experiencia artística, sobre todo cuando nos enfrentamos a una obra compleja, necesita evolucionar, madurar, llegar a algo parecido a una cristalización. Ahora he vuelto a enfrentarme con la obra formidable de Paul Cézanne, esta vez en la extraordinaria exposición del Grand Palais de París, y he tenido la sensación precisa de una experiencia que ha culminado, de un sentido difícil, oculto, y que ha empezado a revelarse. En los textos escritos en los muros, que pertenecen al propio Cézanne o sus contemporáneos y seguidores, a Ambroise Vollard, a Matisse, entre otros, he comprobado que siempre se habla, a propósito de la pintura de Cézanne, de un descubrimiento lento, profundo, interminable. Matisse escribe sobre unas Bañistas que formaron parte durante años de su colección privada, que estuvieron en su taller, y que nunca terminaron de revelarle aspectos nuevos y de darle fuerza moral para perseverar en su propia pintura. Otros hablan con insistencia de la pureza del arte de Matisse, y de su capacidad única de colocar una mancha de pintura al lado de otra y de que esto "siempre, no se sabe cómo, le resulta bien".Yo creo que en esta visita pude vislumbrar algo sobre el fenómeno de la modernidad. Pude comprenderlo, me parece, en alguna de sus expresiones, más profundas. Había asistido el día anterior a una conversación en la que alguien, una señora elegante y mundana, con el mayor desparpajo, sostenía que Cézanne era importante porque había sido el iniciador de la pintura moderna, pero que pintaba mal, que su pintura era desagradable. Al volver a contemplar la obra he visto que Cézarine fue el iniciador de la pintura moderna porque pintaba mal, es decir, porque desdeñaba los academicismos y los preciosismos de la llamada buena pintura. En otras palabras, Cézanne pintó bien, fue un pintor genial, porque no tuvo el menor miedo de romper con las ideas recibidas sobre la pintura que circulaba en su tiempo. Su pintura fue una crítica de la pintura anterior, como la filosofía de René Descartes fue una crítica de los sistemas intelectuales anteriores. Descartes, Flaubert, Cézanne: demoledores de lugares comunes, de ideas aceptadas, de estupidismos colectivos. ¡Sí, señora!
¿Cuál es el rasgo esencial, último, que permite definir la modernidad de Cézanne? Los textos citados por los organizadores de la exposición nos hablan de pureza, de concentración, de intensidad. Todos apuntan en la misma dirección, pero la idea no termina de aclararse. Yo advierto, por mi lado, algo en apariencia contradictorio y, sin embargo, esencial: Cézanne combina una profunda atención puesta en el objeto, un estado cercano a la fascinación, al éxtasis, con una separación, una distancia. No es esclavo del. tema, como los pintores tradicionales, sino exactamente lo contrario. Paul Cézanne escapa con una facilidad extraordinaria, casi mágica, de la referencia, de los límites impuestos por el objeto y tiende a construir dentro del formato del cuadro un mundo autónomo, que sólo se entiende por referencia a sí mismo. Empezamos a entender, entonces, que estas bañistas en apariencia feas, desproporcionadas, de espaldas demasiado cuadradas, de nalgas enormes, forman parte de un conjunto de relaciones internas, de un ritmo, una vibración, un color, que son proyecciones de la subjetividad del artista.
La mente moderna consiste, quizá, en contraste con la mente tradicional, sometida al tema, a la naturaleza, en esta tendencia a la autonomía, a la separación del objeto, a la abstracción. Las casas de la orilla del mar, en I'Estaque, cerca de Marsella, quedan convertidas por el ojo de Cézanne en líneas, colores, formas cúbicas. El paso al cubismo ya está insinuado, anunciado. L'Estaque de Paul Cézanne, como la Horta de San Juan de Pablo Picasso, pasarán a ser sitios míticos, iniciales, en cierto modo iniciáticos. La forma como el joven Pablo Picasso, a comienzos de siglo, procede a desrealizar, esquematizar, abstraer, el edificio de una fábrica de papel en el interior montañoso de Cataluña, lleva la huella de Cézanne, lo cual equivale a decir que Ileva el germen de lo moderno. La inteligencia moderna es inventora de mundos, no imitadora, como reflejo, quizá, de esa "muerte de Dios" anunciada por Federico Nietszche. No es celebradora de la obra divina sino suplantadora de la divinidad. Por eso Vicente Huidobro, con ingenuidad criolla, decía que el poeta es un pequeño Dios. No había que cantar la rosa sino hacerla florecer en el poema. No había que cantar la lluvia: había que hacer llover dentro del espacio imaginario, en el interior autónomo de la obra de arte. Huidobro había llegado a París en 1916, se había hecho amigo de Guillaume Apollinaire, se había empapado en la atmósfera de la vanguardia estética.
Vuelvo a mirar las Bañistas en formato grande, el cuadro que cierra la exposición del Grand Palais, y me parece que he comprendido, o que he comenzado a comprender. La señora mundana de la víspera, con su entonación del sur, estaba convencida de que Cézanne fue un gran mal pintor. Yo creo, ahora, hasta el punto de estar convencido, que Cézanne es la pintura, y la modernidad en la pintura. Las Bañistas de gran formato, colocadas con inteligencia al final del recorrido, son ya dos líneas de fuerza que arrancan de los costados del cuadro y que se unen, que deberían unirse, fuera de la tela. En el espacio delimitado por aquellas líneas hay una vibración, un ritmo vertiginoso, hecho de pinceladas verdes y ocres. Las mujeres de muslos desproporcionados fueron devoradas, recreadas, convertidas en productos de la imaginación creadora. Recordamos una fila de autorretratos del artista y comprobamos un fenómeno paradójico: la pintura que hemos visto es pura subjetividad, proyección mental, pero el pintor, el Paul Cézanne de carne y hueso, es secundario, circunstancial, anecdótico. En el gran arte, siempre, la obra creada suplanta al creador. Lo hace parecer innecesario.
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