De Gaulle, por qué
Si hace apenas diez años se hubiera interrogado a los más notables historiadores del planeta sobre quién había sido el estadista o político más notable, decisivo, relevante del siglo XX, hay buenas probabilidades de que, sin demasiada distinción de izquierda o de derecha, VIadimir Ulianov, Lenin, anduviera muy arriba de la tabla, quizá, incluso, en la misma cima. Y es buena medida del vértigo temporal que nos ocupa el hecho de que formulada esa pregunta, una vez desmoronado el gigantesco mecano político soviético, Ulianov cayera como una plomada del cartel.De la misma forma, la obra y el pensamiento del primer presidente de la V República francesa, general Charles de Gaulle, de cuya muerte acaban de cumplirse en noviembre 25 años, ve espectacularmente acrecentada su sombra sobre esa misma realidad que proviene de la desintegración del mundo marxista-leninista.
Hay varios De Gaulle a lo largo de la historia que confluyen en el gran estadista de la segunda mitad de los sesenta, en una trayectoria que, al revés que la de la humanidad en general, circula de derecha a izquierda, desde un universo personal relativamente pequeño y sólo hexagonal a una visión global del futuro en la que, muy notablemente, figura la defenestración del imperio de Moscú.
De Gaulle nace en un medio acomodado pero sin lujos, en el catolicismo de la región de Lille, hasta hace pocas décadas uno de los bastiones del sentimiento religioso en Francia. Por su educación, su primera antropología nacional, se diría predestinado a un monarquismo no estridente, no por fuerza próximo a la Acción Francesa de Charles Maurras, como a veces se ha apuntado, puesto que sus padres no desautorizaban un cierto liberalismo atmosférico de cuna.
Como soldado, De Gaulle mostró una preocupación modernista por las armas -el blindado-, las tácticas -sus apreciaciones sobre la guerra de movimiento- y el contenido político del propio hecho militar -Le fil de l'épée, La discorde chez l'ennemi, etcétera-. Así fue tino de los mayores críticos de la maginotización del Ejército francés, lo que le distanció dolorosamente de su padrino de boda, el mariscal Pétain, flemático doctrinario del encerrarse tras de una línea fortificada a la espera de los alemanes.
Ese militar, que, en la primavera de 1940, con el nazi recorriendo, a vastas zancadas el territorio de Francia, es nombrado general de brigada a título provisional y erige el exilio de Londres para sublevar a los franceses sobre la exigua base de haber sido nombrado unos días antes del armisticio subsecretario de la Guerra, es el primero que, públicamente, ve la contienda como un conflicto potencialmente mundial, del que no se, ha dicho aún ni la penúltima palabra; el que, con ello, anticipa la victoria de una coalición aliada en la que rusos y norteamericanos aportarán esa "fuerza mecánica" con la que Francia tendrá la oportunidad de recuperar su lugar en el concierto europeo.
Es un De Gaulle aún únicamente francés el que reinventa a un país derrotado como uno de los vencedores de la guerra. Y lo hace imponiendo su versión en un tiempo en el que fueron varios los que apostaron a ser como De Gaulle, salvadores de Francia. El propio Pétain creyó poder librar su particular batalla con una colaboración al principio matizada, o los almirantes Darlan y Giraud, que tantearon otros caminos en una mayor o menor proximidad del mundo anglosajón. Pero sólo aquel general de brigada supo convertir su apellido en sustantivo político: el, gaullismo. Como describe en su magnífica obra memorialista y literaria, en la que proclama que la lengua francesa es el verbo, luego, el movimiento, en contraposición al adjetivo, es decir, la defensa parapetada, es "la fuerza de las circunstancias" la que hace de De Gaulle, De Gaulle. La capacidad, en otras palabras, de crecer, de transforniarse, no de manera, explosiva como Philippe Egalité, el primo de un monarca que murió en la guillotina tras haber abandonado a su rey, sino con la construcción paulatina y generosa de conchas sucesivas de una personalidad cuyo objetivo era no sólo la grandeza de Francia, sino comprender el mundo para servir mejor a su país.
En su regreso al poder en 1958 el presidente De Gaulle se adentra en el avispero argelino sin prejuicios. Aunque nunca conoceremos de forma precisa las estaciones de su conversión política, parece probado que juega primero a salvar Argelia para Francia dentro de un nuevo cuadro democrático en el que los fellaghas fueran, por primera vez, ciudadanos a parte entera. Más tarde, la comprensión del verdadero interés nacional, el de que París no disfrutaría jamás de una verdadera libertad de acción exterior hasta que se librara de la hipoteca que representaba la oposición de todo el mundo árabe, es lo que le lleva al gesto del desgarro supremo: la retirada de Argelia para una reconciliación que no supo entender del todo el FLN argelino.
Es ese De Gaulle el que contempla el conflicto árabe-israelí en su conjunto, el que se desmarca de Estados Unidos no sólo para manotear un nacionalismo de gallito, sino para establecer a Francia en el centro de las aspiraciones del Tercer Mundo, de subrayar que era posible, sin traicionar a Occidente sino antes bien sirviéndolo, enrocarse en una posición externa al atlantismo.
A esa luz hay que entender su política de los años sesenta: la retirada francesa de la estructura militar de la OTAN; la premonitoria advertencia de que el ingreso, de Gran Bretaña en la Comunidad equivaldría, a un continuo tejer y destejer en la construcción europea; la decisión con que supo asentar el edificio de la nueva Europa en el abrazo sincero a Alemania; el gran discurso mexicano, en un español aprendido de memoria pero de buena factura fonética, en el que ofrecía, por pueblo azteca intercalado, "la mano en la mano" a todos los que no quisieran optar entre atlantismo o vétero-marxismo; la declaración de Pnom Penh en la que condenaba la estéril aventura norteamericana en Vietnam; y hasta el exabrupto del "Vive le Quebec libre", vaticinio y encantamiento que hoy parece tan cerca de cumplirse.
Todo ello constituye una gran mirada circular al mundo, un programa que Francia por sí misma difícilmente podía realizar. Y él, que fue el más entregado y nacional de todos los franceses, quizá lamentó un día no poder, pese a toda su prestidigitación internacional, sustraer a su país de la impotencia que padece toda periferia.
El último De Gaulle fue el de la inquietud social. Una prestación menos brillante que cuándo escrutaba la cosmogonía universal, pero honrada y gravemente consciente de que el liberalismo no podía resolver todos los problemas de la humanidad, al tiempo de que el comunismo era una agresión contra todos ellos. Ese De Gaulle no había llegado apenas a materializarse cuando un referéndum sobre la regionarización -otra forma de negar su jacobinisno original- le ofreció la mejor oportunidad para retirarse en 1969, tal como se había dado a conocer: entre el ruido y la furia, desdeñoso de la mediocridad, altanero para defender a Francia, seguramente insoportable en la media distancia, pero siempre capaz de alcanzar el mundo exterior en una permanente reconversión de sí mismo.
Interrogado en una ocasión sobre lo que su interlocutor calificaba del "afecto que por su persona sienten los españoles", respondió con más tino del que España espera habitualmente de un francés: "¿Cómo no, me iban a querer los españoles, si soy don Quijote?". El general miró, en esa tesitura, con frecuencia hacia el Sur, y todo parece indicar que habría sabido cómo hacerle un lugar de colaboración a España de no haber mediado otro general, menudo, vengativo, impresentable éste, más acá de los Pirineos.
El general de los años sesenta fue el que previó el fin del imperio soviético, M que dijo que entraría algún día en barrena por su absceso político polaco; el que auscultó la historia para hablamos de una "Europa desde el Atlántico a los Urales", con lo que automáticamente convertía a la Unión Soviética en algo mucho más parecido a la actual Rusia; el que quiso vencer al tiempo y los molinos, hasta morir con lo justo para un pasar decente en una escueta propiedad del norte de Francia.
Cuando una guardia de honor protegía su féretro en Colombey les Deux Eglises, desoyendo con ello su prohibición de que se le tributara un funeral de Estado, una humilde vecina del país pugnaba por llegar hasta su lado para mostrarle un último respeto. Y André Malraux, su eterno ministro del fasto cultural, dijo al soldado más próximo que abriera paso porque "eso le habría complacido al general".
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