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Los agujeros negros de la Constitución

Como sucedió en años anteriores, la coincidencia dentro de la misma semana (esta vez un miércoles y un viernes) del aniversario cívico de la Constitución y del recordatorio religioso de la Inmaculada Concepción han semiparalizado la actividad productiva del país. Ese despilfarrador doblete festivo tendría fácil arreglo: bastaría con que alguna de las dos fechas fuese jornada laborable. Y dado que la competencia dentro del calendario se libra entre una conmemoración que afecta a todos los ciudadanos (sean cuales sean sus creencias religiosas) y otra celebración que sólo posee significado para una parte de la sociedad (los católicos), la elección es clara: la libertad ideológica otorga preferencia a la Constitución frente a la Inmaculada para ocupar la plaza de día festivo en caso de conflicto.Pero ese arreglo será difícil mientras la Conferencia Episcopal siga considerando un casus belli que el Gobierno retire la condición de jornada feriada a la conmemoración de la proclamación hecha en 1854 por el Papa Pío IX del dogma de la Inmaculada. Ciertamente la Constitución ordena que los poderes públicos tengan en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantengan las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica (y con las demás confesiones); previamente, sin embargo, la norma fundamental deja en claro que "ninguna confesión tendrá carácter estatal". La obcecada resistencia de la jerarquía eclesiástica a ceder un palmo de terreno en su pugna con el Gobierno para controlar el calendario laboral ofrecería como única alternativa al macropuente de diciembre la inaceptable renuncia del Estado a conmemorar de manera oficial la Constitución de 1978.

Por lo demás, el agotador jubileo organizado en torno al 20 aniversario del arranque de la transición ha dejado en un modesto segundo plano al 17 cumpleaños del referéndum constitucional. La celebración debería servir al menos para recordar que la Constitución ha resistido con éxito el paso del tiempo y ha soportado pruebas tan importantes como el golpe de estado frustrado del 23-F y la construcción del Estado de las Autonomías. La necesidad de amoldar el régimen electoral español a la Unión Europea nacida del Tratado de Maastricht, que permite a los ciudadanos europeos ser candidatos en los comicios municipales de cualquier país miembro, brindó hace dos años la oportunidad de ensayar con éxito la puesta en marcha de los mecanismos de reforma parlamentaria de la Constitución previstos por su propio articulado.

Pero estos aniversarios también dan ocasión para que alcen la voz los partidarios de acometer, no microreformas parciales de la Constitución, sino una macroreforma dirigida a librarla de los grilletes que la transición dejó supuestamente como herencia. El magistrado Joaquín Navarro refleja en un reciente libro esa actitud revisionista, inseparable de las apocalípticas condenas regeneracionistas de la democracia realmente existente. Tras algunos corteses sombrerazos y elogiosas reverencias a la Constitución, este juez trabucaire descubre agujeros negros en su articulado (entre otros, la ausencia del derecho a la autodeterminación) y exige una reforma sustancial de sus contenidos: "Ni los cambios de gobierno ni de leyes" mejorarán esencialmente la suerte de nuestra democracia, es preciso "cambiar de vida y de costumbres" y encaminarse hacia "un cambio profundo de nuestra Constitución para hacer reales y efectivos la separación de poderes y el control de poder". Sucede, sin embargo, que los exorcismos de los demagogos y los conjuros de los arbitristas resultan insuficientes para esa macroreforma de la Constitución. La tarea exigiría el respaldo de mayorías parlamentarias cualificadas y la posterior aprobación refrendataria del cuerpo electoral.

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