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Junto a la tumba de Herzl

En el último cuarto del siglo XIX, cuando en el seno de la judería centroeuropea la idea sionista -la idea del retorno masivo de los judíos a la tierra bíblica- empieza a dejar de ser un anhelo meramente espiritual para convertirse en un movimiento político, no hay entre sus líderes ni sus seguidores percepcion alguna de que el proyectado renacimiento nacional judío pueda topar con las poblaciones árabes del entonces Imperio Otomano. Impregnados del eurocentrismo ambiental, y asumiendo sin complejos la mentalidad colonialista propia de la época, los padres fundadores del sionismo desconocen el potencial problema árabe; sus actitudes oscilan entre quienes consideran Palestina un espacio vacante -"una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra", según la expresión de Max Nordau- y aquellos otros, paternalistas, según los cuales los habitantes árabes no pueden sino congratularse del reasentamiento hebreo en la tierra ancestral, pues ello les aportará los beneficios morales y materiales de la civilización.Theodor Herzl, el judío austro-húngaro que, ahora hace exactamente 100 años, puso las bases doctrinales y organizativas del Israel moderno, pertenece de lleno a esta primera etapa en la que el sionismo, sencillamente, ignora la cuestión árabe. Tanto en su ensayo fundacional, Der Judenstaat (El estado de los Judios) como en una posterior novela de política-ficción, Altneuland (Antigua tierra nueva).'Herzl apenas dedica a los habitantes musulmanes del futuro Estado hebreo un puñado de alusiones, entre idílicas y condescencientes, sin prever ningún conflicto entre el gran designoo sionista y las aspiraciones de los árabes palestinos. De hecho, a lo largo de una década de febril actividad proselitista y diplomática, las preocupaciones de Herzl fueron los pogromos en Rusia o Rumanía, el antisemitismo rampante en Francia, la actitud del Kaiser o las gestiones ante la corte del sultán, en Constantinopla. Un Oriente Próximo a la sazón políticamente amorfo y mudo no parecía capaz de condicionar el sueño hezliano, que, en el peor de los casos, se una imaginaba a sí mismo como "parte integrante del baluarte contra el Asia: constituiríamos la vanguardia de la cultura en su lucha contra la barbarie".

Esta etapa termina con el fin de la Primera Guerra Mundial y sus consecuencías: nacimiento del nacionalismo árabe. Declaración Balfour e inicio de la construcción de una sociedad judía en la Palestina ahora británica. Desde los disturbios de 1920-1921, que alguien ha denominado "la primera Intifada", las relaciones entre el sionismo y la realidad árabe pasan de la ignorancia a la hostilidad y el enfrentamiento. La creciente comunidad hebrea de Eretz Israel, formada por supervivientes y fugitivos, responde al rechazo árabe desarrollando una mentalidad de reducto asediado: hay que aguzar el ingenio y la astucia para contrarrestar la enorme ventaja numérica del enemigo -es el síndrome de David frente a Goliat-, es preciso buscar aliados en Europa, y América como cóntrapeso al inmenso bloque árabo-islámico, y no queda más remedio que permanecer siempre arma al brazo frente a unos vecinos juramentados para destruir la patria judía.

Por rudimentario que resulte, este esquema permite explicar los grandes rasgos de la política israelí antes y después de la independencia de 1948, y engloba a todas las figuras señeras del nuevo Estado: David Ben Gurión, Levi Eshkol, Golda Meir, Moshe Dayan, etcétera. Evidentemente, el asedio no tenía nada de imaginario como lo prueban la rebelión árabe de 1936, la guerra -declarada o no-, de 1947-1949, las campañas de1956, 1967-1 y 1973, el boicoteo económico permanente y la casi ininterrumpida presión, terrorista. Pero la continuidad y la dureza del cerco encallecían la piel de la sociedad israelí, haciéndola más y más impenetrable a la hipótesis de una paz fiable. Basta recordar, a título de ejemplo, el caso del escritor y diputado Uri Avnery que, en los años sesenta, llevó a la Knesset sus tesis a favor de una "paz semita" y de una federación israelo-palestina que integrase el Estado judío en Oriente Próximo. Expuestas entre la guerra de los Seis Días y la del Yom Kippur, estas ideas parecían una excentricidad o unaprovocación.

Un, observador apresurado diría que el largo periodo del sionismo beligerante concluyó en 1978-1979, con los acuerdos de Camp David y el tratado de paz egipcio-israelí. No es exacto. Egipto es para Israel un vecino distante -hay un desierto de por medio- y, además, Menájem Beguin no pactó con Sadat como prólogo de una negociación general, sino justamente para no tener que tratar nunca con los Palestinos ni con Siria. Su correligionario Isaac Shamir acudió a la Conferencia de Madrid, en 1991, a rastras de la diplomacia norteamericana, pero, sin ningún propósito real de ceder territorios a cambio, de paz.

El verdadero punto de inflexión en la cultura política israelí lo marca el cambio electoral de junio de 1992, la victoria de un Isaac Rabin que ha aprendido mucho desde su anterior estancia en el poder, allá por los años setenta. Resuelto a dar la cara en las nuevas realidades del Oriente Próximo, el primer líder nativo del Israel indeperidiente se lanza con decisión por el camino de la paz. Simón Peres será su incansable explorador, Washington su garantía, el fin de la guerra fría su escenario, y la OLP, Jordania y Siria los interlocutores inevitables.

Hoy, cuando las resistencias internas a su revolución copernicana han costado la vida de Isaac Rabin, es preciso subrayar la trascendencia histórica del empeño. En este sentido, fue una hermosa idea la de celebrar las exequias y el entierro de Rabin a pocos metros de la sepultura de Theodor HerzI. Reposando juntos para siempre, el aristocrático intelectual vienés y el rudo guerrero sabra simbolizan el trayecto desde el sionismo eurocéntrico del 1900 al sionismo del entendimiento y la integración regionales que debe ser el del año 2000. Es la ruta que va desde las puertas del gueto a un Israel pacífico y normalizado, con fronteras seguras y abiertas.

Joan B. Culla es historiador.

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