Siéntate aquí, colega
En algunos bancos de madera de los que pueblan nuestras plazas y parques se han puesto unos separadores de metal: ¿para qué? Después de darle muchas vueltas, se llega a la conclusión de que sólo pueden cumplir una función: evitar que alguien se tumbe en ellos. Muchos pensarán: "No, hombre, ¿cómo va a haber funcionarios tan Idiotas que pasen su jornada de trabajo pensando en esas cosas". Pues, al parecer algunas de las personas que velan por nuestro bienestar y seguridad se dedican a fines tan maquiavélicos, crueles y simples como ése. También es posible que este tipo de actuaciones responda a la demanda de ciudadanos que no quieren ver a gente durmiendo a su alrededor. Les intranquiliza, les da mala conciencia, les pone nerviosos. ¿Por qué?Siempre ha sido mala la condición de pobre. En algunos tiempos incluso se le ha perseguido con violencia, pero los pobres inspiraban misericordia y daban sentido a una de las virtudes teologales, la caridad. Ahora los pobres dan miedo, perturban el orden espiritual del ciudadano por partida doble, al distorsionar tanto el equilibrio, moral como el estético. Podemos concluir que el pobre cada vez goza de peor consideración social. Además, si aceptamos como cierta la igualdad de oportunidades que nos brinda el sistema de libre mercado, afirmaremos que el que es pobre es porque quiere y, por tanto, esos indigentes que caminan por nuestra ciudad como si fueran sombras nos fastidian deliberadamente. Y eso no se puede consentir.
Desde siempre ha sido un problema qué hacer con los pobres. Se crean albergues, centros de acogida, pero la mayoría de ellos parece querer vivir en libertad, son poco amigos de la disciplina y, mire usted por dónde, se querencian con los bancos a la hora de dormir.
Pero estos bancos, así como otras construcciones públicas, tales como muros que rodean fuentes o peldaños de acceso a edificios vistosos, no son utilizados sólo por los pobres de solemnidad para el descanso, sino también Por otra especie urbanita que habita en mayor número: los ociosos callejeros. Estos ociosos callejeros usan el patrimonio arquitectónico para mejor solaz de su región glútea porque no tienen dinero para ir a una cafetería, donde van los artistas, que no son sino ociosos de condición solvente. A diferencia de los indigentes absolutos (que en su calidad de sombras han perdido la palabra puesto que nadie les escucha), los ociosos aún tienen capacidad de réplica y no terminan de entender quién se beneficia de esa preocupación de la autoridad por evitar, mediante separadores y pinchos, que se sienten a pelar la pava o darse un baño eólico a la admiración de los ciudadanos que circulan de un lado a otro sin descanso, amenizando su contemplativa existencia. Así, el otro día, cuando pasaba cerca de una fuente situada en una zona peatonal, unos usuarios asiduos de aquel poyete se quejaban de que hubieran puesto una ver que les impedía sentarse, a menos que estuvieran dispuestos a someterse a la consecuente dolorosa sodomía que les provocaría la protección municipal.
Las autoridades deben de pensar que estos señores que se sientan en las calles y plazas públicas a contemplar a los transeúntes dan una mala imagen, si no un mal ejemplo, al resto de la ciudadanía. Pero uno cree que lo mejor sería dejar a los indigentes y ociosos vivir su sino, porque este tipo de puñetitas (que no son más que residuos represivos de mentes calenturientas a las que más les valdría estar preocupadas en solucionar otras cosas) lo único que consiguen es soliviantar el ánimo de esos vecinos, más o menos pobres, a los que puede qué en un tiempo haya que temer con razón porque lleguen a la conclusión de que, si no merecen el menor respeto de sus conciudadanos, ellos tampoco están dispuestos a respetar las reglas del juego.
Y, mira tú por dónde, a lo mejor me dan un palo a mí, que, sinceramente, no me molesta lo más mínimo que se sienten en el borde de una fuente a tomar el sol.
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