La mirada del holandés castizo
Kees van Bemmelen cuenta las vicisitudes de un corresponsal extranjero en Madrid
A principios de los sesenta algunos observadores europeos estaban convencidos de que los aires de renovación del Concilio Vaticano II atravesarían los Pirineos. De haberse cumplido sus predicciones, la fiebre de la transición se hubiera adelantado 12 o 13 años. "En Holanda, en concreto, pensaban que un país católico, apostólico y romano no podía sustraerse a las reformas vaticanas y que algo tenía que suceder aquí irremediablemente. Sin embargo la historia ha demostrado lo impermeable que fue el régimen", comenta riéndose del error de cálculo Kees van Bemmelen, hasta hace cuatro años corresponsal en Madrid del diario conservador holandés De Telegraaf.Un impreciso día entre 1962 y 1963, este holandés, hoy canoso a sus 64 años, llegó a "esta ciudad decimonónica y entrañable", abrigado por las expectativas de un posible cambio político y por un hecho de índole más sentimental que elevaba el interés de su país por la vida española: una de las hijas de la entonces reina Juliana, la princesa Irene, estaba casada con Carlos Hugo de Borbón, líder del Partido Carlista. A eso se unió el deseo personal de conocer a fondo el país de su mujer, una mallorquina, y de dos de sus autores predilectos, Lorca y Unamuno. El resultado fue una vocación de permanencia que ni la prejubilación que vive desde hace cuatro años ha podido arrancar. "¿Volver a Holanda? No, por Dios, que hace un tiempo horrible".
Aunque reconoce que "el peso de España en el mundo informativo es escaso", en estos casi 33 años ha formado parte de ese séquito de corresponsales que airean las intimidades nacionales a los cuatro puntos del globo y han vivido a pie de noticia la historia española más reciente. Tras su retiro profesional, una cosa le ayuda a combatir el mono de la noticia: el enrarecimiento del clima político español. "Prefiero no tener que escribir sobre lo que está ocurriendo. Es muy triste para los que contamos la transición y vimos las expectativas que se crearon".
Fue precisamente unos meses antes de la muerte de Franco, durante la celebración de la onomástica de don Juan de Borbón, cuando le asaltó la emoción profesional por primera vez. No sólo los monárquicos, sino gente como Raúl Morodo o Enrique Tierno, uno de sus personajes favoritos, se había dado cita en Estoril. "Don Juan hizo un pequeño discurso en el que aseguró que ser heredero de la Corona no era un derecho que había que exigir, sino una obligación, y que sólo su conciencia le llevaría a renunciar a su deber. Oyendo esa declaración, me dije: Kees, estás viviendo una situación histórica, y pensé que, si España volvía a tener un rey, ése sería don Juan".
Más fino tuvo el olfato político unos meses más tarde al entrevistar a Felipe González tras una de las comidas que mantenía regularmente con los corresponsales extranjeros en el restaurante Jay Alai. "Cuando le pregunté para cuándo la revolución, me contestó: 'No digas tonterías. Lo que hay que hacer es plantar a este país en la democracia, y eso necesita la colaboración de todos".
El otro gran momento de emoción de su vida periodística se lo brindó Adolfo Suárez, un personaje al que admira abiertamente. "Cuando logró que las Cortes franquistas se hicieran el haraquiri fue fantástico. Ahora estoy repasando alguna de las cintas que todavía guardo y sus alocuciones me siguen pareciendo auténticos modelos de discurso político".
En alguna ocasión la suspicacia de los censores le retiró la acreditación durante unos meses o le hizo pisar el kilómetro cero. "A finales de los sesenta me llamaron a la DGS para preguntarme si trabajaba para un periódico comunista holandés llamado La Verdad. '¿De Murcia?', les contesté, y la cosa no fue a mayores".
Kees cree que era la falta de sutileza del franquismo la que permitía, haciendo siempre encaje de bolillos, respirar algo. "Sabían responder a los ataques frontales, porque eso es fácil, pero no se daban mucha maña para afrontar las complicaciones, la ambigüedad". Y recuerda su extrañeza en una exposición de Juan Genovés en los sesenta, en la Biblioteca Nacional. "cuando vi esos retratos y la carga de denuncia que contenían le pregunté cómo le habían dejado exponer. 'Piensan que estoy criticando a Rusia', respondió. Ante estos hechos no sabían reaccionar"
Al activar los recuerdos parece que los escribiera de nuevo, pues su mano hace el ademán de coger pluma y libreta. Es uno de los síntomas de su mono profesional. Tras un retiro de tres años en París, "para desintoxicarme de esta profesión", dice, ha vuelto a Aravaca. "Sólo bajo a Madrid para una exposición, un concierto, porque en Aravaca no hay nada. Espero que el alcalde cumpla su promesa de convertirlo en distrito independiente". Sigue apreciando las diferencias madrileñas. "Es cierto que la gente se ha vuelto más lacónica, pero aun así es muy fácil entablar contacto. En Holanda las relaciones están más reglamentadas. No me identifico mucho con Holanda. Llevo 40 años fuera y mi historia es la historia de España".
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