Espejismos colectivistas
Canadá se ha librado por 53 mil votos de la secesión de Quebec, donde federalistas ganaron a separatistas por el 50,6% contra 49,4% en el referéndum, y donde el primer ministro quebequés, Jacques Parizeau, que hizo campaña por la separación, debió renunciar a su cargo luego de las críticas que merecieron sus declaraciones contra las minorías étnicas de la provincia después de su derrota.Es una suerte que haya ocurrido así, desde luego, pues para Canadá y, sobre todo, para Quebec, la partición del país habría constituido una calamidad. Pero, quedarse en esta lectura del resultado sería jugar al avestruz. Lo verdaderamente importante de ese fallo electoral es comprobar que en uno de los países más modernos y democráticos de la tierra hay, dos millones trescientos mil electores dispuestos a poner en peligro la situación privilegiada de que gozan, encandilados por el espejismo colectivista que ha reemplazado en nuestros días al comunismo como el mayor enemigo de la cultura de la libertad: el nacionalismo.
Es inquietante, aunque no insólito, pues en la historia presente y pasada abundan tantos casos así, que acaso no sea la mentira la que mueva al mundo, como sostenía Jean François Revel en Le regain démocratique, sino más bien la estupidez, o, para decirlo de manera más. presentable, la irracionalidad. El caso más llamativo que América Latina puede aportar a esta hipótesis es, desde luego, el de Argentina, país moderno y desarrollado cuando tres cuartas partes de Europa occidental vivían en el subdesarrollo, y al que unos cuantos años de 'justiciálismo' (es decir, de nacionalismo peronista) retrocedieron y barbarizaron hasta equipararlo con la media continental, sin que por ello Juan Domingo Perón, el dictador responsable del desaguisado, perdiera su popularidad.
No he vivido nunca en Canadá, pero he estado allí varias veces, y siempre me ha admirado el vigor de su sociedad civil, la eficacia de su administración, la honestidad de su clase política, el alto nivel de su prensa, sus universidades y su entorno cultural polifacético y cosmopolita. Un estereotipo tenaz acusa a la vida allí de ser muy aburrida y acaso lo sea, porque la civilización democrática, con su respeto de las normas y las formas y sus múltiples consensos para asegurar la coexistencia social, siempre lo es. La barbarie, en cambio, es excitante, ya que permite todas las transgresiones y excesos, pero, no lo olvidemos, sólo a las ínfimas minorías que disfrutan de ella, no a las mayorías que la padecen.
La última vez que estuve allí fue durante la campaña electoral peruana, en la que yo era candidato. Quería conocer con cierto detalle la política de su gobierno respecto a las llamadas 'minorías étnicas', las decenas de culturas aborígenes diseminadas en el vastísimo territorio, buen número de las cuales, pese a los abusos, saqueos y crímenes que sufrieron de manos de los conquistadores y colonizadores ingleses y franceses, han sobrevivido, conservan rasgos distintivos de su tradición y lengua y luchan ahora por obtener un estatuto jurídico que las proteja y ser indemnizadas por los pasados agravios. No vacilo en afirmar que Canadá es probablemente el país que más esfuerzos viene haciendo -más incluso que Australia y Nueva Zelanda, que tanto empeño han puesto en ello- para encontrar una manera justa y realista de reparar aquellas ignominias históricas y asegurar a sus minorías amerindias un trato equitativo, una protección efectiva contra la discriminación y el desfavor.
No digo que lo haya conseguido, pues se trata de un problema monumental y erizado de efectos laterales al que todavía ninguna sociedad ha logrado dar una solución que sirva de modelo a las demás que viven el problema del multiculturalismo. Digo que, en el Canadá de hoy, existe un sistema legal y político y una conciencia social sensibilizada sobre el tema, que permite a cualquier minoría que se siente atropellada o marginada, actuar eficazmente para enmendar el entuerto y obtener una reparación.
Nadie que haya estado en Montreal o Quebec, elegantes ciudades francófonas que combinan la funcionalidad de la sociedad anglosajona con un savoir-vivre de estirpe francesa, o haya recorrido las cristalinas aldeas del interior de la provincia, puede tomar en serio las tesis de los separatistas de que los canadienses quebequeses son ciudadanos de segunda clase, discriminados por la mayoría anglosajona, y menos aún la demagógica aseveración del líder nacionalista Lucien Bouchard de que si Quebec no se independiza, "su lengua y su cultura están amenazadas de muerte". Ambas gozan de excelente salud y lo cierto es que en el Canadá francófono no sólo hay mejores restaurantes que en el anglófono sino que, en las últimas décadas, ellas han producido también las mejores películas y los escritores más traducidos y leídos en el extranjero de aquel país.
En realidad, los quebequeses son, desde un punto de vista cultural, los ciudadanos de primera clase, y sus compatriotas los de segunda, pues la inmensa mayoría de aquéllos son bilingües, en tanto que sólo una pequeña minoría de los canadienses anglófonos habla también el francés. Y el poseer dos lenguas y dos culturas a la vez es un extraordinario privilegio que dota al feliz poseedor de un horizonte mental, de unos matices de sensibilidad y un abanico de experiencias que están fuera del alcance de quien vive confinado en una sola tradición cultural y lingüística y es por lo mismo un provinciano. Empeñarse en renunciar a esa condición privilegiada del bilingüismo y el biculturalismo -pues es obvio que, de triunfar, los separatistas procederían a una política de 'normalización lingüística', para erradicar el inglés e imponer el francés como lengua universal y única a fin de crear por la coerción esa sociedad sin mezclas degeneradoras, homogénea, impoluta, que es designio inevitable de todo nacionalismo- significa empobrecer de antemano a las futuras generaciones de quebequeses condenándolas a competir en un mundo cada vez más interdependiente en condiciones mucho más difíciles, ya que habrían sido privadas justamente de lo que es ahora su mayor ventaja comparativa: el dominio de dos lenguas modernas y, entre ellas, la que hace las veces de lingua franca en el ámbito internacional.
Se podría también argumentar si no es un precio demasiado descabellado, para poder lucir una bandera y un pasaporte diferentes y dar visos de realidad a la ficción de la soberanía nacional, tener que reemplazar y multiplicar la actual burocracia de la provincia y verse privados los quebequeses, por algunos años al menos, de pertenecer al Tratado de Libre Comercio (entre Canadá, Estados Unidos y México), oportunidad que la nueva y estrecha relación con Francia que establecería la flamante nación de ningún modo podría compensar.
Todo esto ha sido dicho y repetido innumerables veces en los últimos años en la polémica entre separatistas y federalistas, pero no sólo no ha hecho efecto; lo cierto es que la prédica nacionalista ha conquistado ya a la mitad del electorado de Quebec, un avance considerable sobre el referéndum de 1980 (cuando el margen entre unos y otros fue de veinte por ciento), y un verdadero salto dialéctico sobre lo que representaba esta tendencia cuando, en los años sesenta, en un gesto payaso e infortunado, el general De Gaulle gritó ¡Vive le Quebec Libre!, desde el balcón de la Alcaldía de Montreal.
La explicación es simple: el nacionalismo no entiende razones porque no es una doctrina racional, sino una ideología sustentada en las raíces más primitivas de lo humano: el instinto gregario, el odio al otro, al que es diferente, al que tiene otro dios u lengua u otros tatuajes y ritos, el miedo a la libertad y a la responsabilidad que conlleva la soberanía individual, y la nostalgia de esa placenta colectiva del hombre mágico, el hombre-ancilar, que sólo existe como parte de la tribu. Ésa es la razón por la que tantos políticos hambrientos de poder se valen del nacionalismo para alcanzar sus fines: se trata de un material combustible que puede arrasar fácilmente todas las defensas racionales de una comunidad.
Por eso, aunque, como ha prometido el Premier canadiense Jean Chrétien (un quebequés, por lo demás), Canadá reforme su Constitución, y para "satisfacer las expectativas" de los canadienses francófonos conceda todo lo que los partidos nacionalistas del Quebec pidan, y aún más, mucho me temo que el conflicto se siga arrastrando por mucho tiempo. Y, desde luego, no se puede descartar que, en una de las futuras consultas que sin duda se sucederán obsesivamente, los separatistas se salgan con la suya y que (eso sí, amenizada por festivas ceremonias de inflamado patriotismo con banderas azules flordelisadas) la República del Quebec Libre ruede hacia lo que Borges llamaría "un destino sudamericano".
Aun así, no habría que perder las esperanzas de que, al cabo de unos cuantos años de inmersión nacionalista, educados por la dura realidad, los quebequeses se libren de sus demagogos xenófobos, y alcancen, en un futuro no demasiado lejano, la civilizada cultura política de que hace gala en la actualidad el pueblo panameño. Como es sabido, el gran 'líder nacionalista', el general Torrijos, firmó un Tratado -universalmente aplaudido como un acto de desagravio por lo que fue una imposición imperialista contra el país del Istmo- por el cual Estados Unidos devolverá a Panamá el Canal y retirará toda la fuerza militar y los equipos civiles ahora instalados allí. Pero, resulta que, en la actualidad, hay un irresistible movimiento popular panameño para que este retiro masivo de los estadounidenses no se lleve a cabo, por lo menos no en el futuro inmediato, y, con la discreción debida para salvar las apariencias, se celebran discretas conversaciones entre ambos gobiernos a ver el modo de retener todavía por unos años a esos foráneos cuya presencia asegura miles de empleos y un ingreso considerable de divisas a la sociedad panameña. ¿Y la bandera? ¿Y el honor nacional? ¿Y el orgullo patriótico?
Los dos millones trescientos mil prósperos y educados quebequeses que votaron sí en el referéndum, deberían aprender la lección de sensatez sobre el tema de las fronteras y las banderas que están dando a quien quiera escucharlos el 70% de los humildes panameños (ése es el porcentaje, según las encuestas, opuesto a la aplicación del Tratado en su forma actual).
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