El puente de dos soledades
Una línea de autobús traslada los fines de semana a los familiares de los presos a los penales aislados en la periferia
De siete en siete días toman el autobús que une dos soledades. Son los familiares de los presos que, cada domingo, ponen rumbo a alguna de las cuatro cárceles madrileñas -Valdemoro, Soto del Real, Alcalá y Navalcarnero- que la Secretaría de Estado de Instituciones Penitenciarias decidió repartir por aislados campos, lejos de la capital.Los andenes de la estación Sur de autobuses son el confesionario de gente con las mismas esperanzas y un destino: la cárcel de Valdemoro o la de Navalcarnero. Los que van a Soto del Real aplacan sus penas a plena luz, en la plaza de Castilla.
Las nueve de la mañana. Parientes y amigos de los reos esperan en la estación Sur, con el billete en la mano (260 pesetas), a pie del coche de la empresa La Veloz. Sobre el cristal, un cartel anuncia el destino: "Penitenciaría Madrid 3, Valdernoro" (localidad de 20.000 habitantes). Quince minutos de espera dan para saludar a los conocidos. Los hombres sólo rompen el silencio para comentar el partido del sábado. Las mujeres hablan entre ellas. Un corrillo de amigas, después de dos años de visitas y "de penas", animan a una señora, menuda y de unos setenta años, en su primera visita a la prisión. Desde hace unos meses, su hijo, "por una tontería" que no dice, vive a la sombra junto a otros 1.600 prisioneros. En Valdemoro están algunos de los reclusos más peligrosos de España.
Una mujer, entrada en canas y en kilos, dice con voz emocionada: "Recuerde, señora, que un día para los que están entre rejas es como un ano para nosotros. Así que mientras tenga fuerzas no le faltará mi visita". Otra madre, rubia, alta y esbelta, cuenta su experiencia: "Al principio se me echó el mundo encima. Qué pena tan grande es tener un hijo ahí dentro. Yo le cambiaría el sitio. Pero esto es sólo acostumbrarse". Cualquier palabra de consuelo sirve para animar a la nueva pasajera. Están unidas por un mismo sueño: ver a sus presos, a los que continúan queriendo.
A las 9.15, el conductor del autobús, José Antonio, el único de los ocupantes del vehículo al que no le importa que su nombre aparezca publicado, de 23 años, abre las puertas del vehículo. Las mujeres son mayoría entre los 28 pasajeros. "Parece como que a los hombres les da cosa visitar la cárcel", explica el conductor.
Dos de ellas, de origen suramericano, llevan en brazos a dos niños, de unos dos años, todavía perezosos y somnolientos. En el rostro todas llevan la pena dibujada en surcos de arrugas. En la mano, las bolsas llenas de ropa, comida y enseres personales para sus parientes. "A ver si hoy me dejan darle todo lo que llevo, porque la semana pasada me dijeron que no podía", se quejaba una mujer, una de las más jóvenes del autobús. "Pues como no le dejes hoy la ropa, la semana que viene te recibe en calzoncillos", bromea su amiga, que atiende por el nombre de Paqui.
El autobús enfila en dirección a la carretera de Andalucía. En los asientos traseros van los más jóvenes y fumadores. En la radio se escucha una canción de Nacho García Vega que dice: "Y tú, de qué parte estás?". La señora primeriza se lo cuenta a su vecina de asiento, la regordeta de pelo cano: "Mi hijo no es malo. Ha cometido una equivocación, nada de drogas, ¿eh? Nadie está libre, ahora cualquiera va a la cárcel". La de al lado interrumpe: "Sí, ahora todo tiene más delito que en otros tiempos".
Ajena a la conversación, Paqui enseña a su amiga las fotos de las vacaciones, que también verá su marido, preso por traficar con droga desde hace ocho meses. El tono de voz de las mayores sube por momentos. "Lo peor es que para venir aquí [a la cárcel de Valdemoro] los domingos echas el día", dice una. Y explica que su mañana festiva, como la de la mayoría de los familiares de reclusos, está cronometrada: sobre las diez, el autobús llega al penal; una-hora más tarde empieza la ronda de visitas, y de 12.00 a 1.30 esperan al autobús. Una hora y media eterna. Lo cuenta Adela, de 25 años, auxiliar en un centro de ancianos y dos años viendo a su hermano entre rejas. "Es duro estar allí tanto tiempo sabiendo que la gente a la que quieres no la puedes ver", relata.
En la última fila viaja un pasajero de origen marroquí, lleva 16 años en España, tiene un amigo encerrado. Sólo despega los labios para quejarse de la falta de coordinación de los autobuses con el régimen de visitas a los presos. "Deberían poner más coches. Sobre todo por la gente mayor que no sabe conducir", comenta. Sobre el precio, la respuesta fue rotunda: "Carísimo". Un billete a la prisión dé Valdemoro cuesta 265 pesetas. "Pero tenemos que volver, así que son más de cinco libras [500 pesetas]", dice Adela. "Tiene que ser gratis", apunta un señor.
A lo lejos ya se divisan los muros de la prisión. Todos callan. Sólo hay tiempo y silencio para escuchar, tal y como anuncia la locutora, a Pablo Milanés y a Víctor Manuel. Una mujer no se puede reprimir: "Qué pena más grande. Mira que llevo años y cada vez que vengo se me encoge el corazón". Despacio, bajan del coche y se encaminan a la sala de visitas. Allí aguardan turno durante una hora. La madre de un preso saca de la bolsa una bandeja de pastas. Así dulcifica la larga y ansiada espera.
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