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Partidos

Enrique Gil Calvo

En tan sólo seis días han aparecido en estas páginas dos artículos de firma influyente cuyo diagnóstico sobre la actual situación política europea es casi el mismo. No es ninguna casualidad, y su coincidencia es más llamativa por proceder de posiciones políticas diametralmente opuestas. Me refiero al artículo de Herrero de Miñón (¿Democracia o buen gobierno?, jueves 19 de octubre) y al de Alain Touraine (¿Desintegración política en Francia?, miércoles 25 de octubre), cuyo diagnóstico común es identificar la actual crisis política con la crisis de los partidos. Y ambos coinciden también en la solución, que identifican con el reforzamiento institucional del Estado, aunque difieran en el matiz de su estatalismo: para el conservador Herrero de Miñón hay que garantizar la independencia de la Administración frente a los partidos, mientras para el progresista Touraine hay que potenciar la intervención reformista para luchar contra la desigualdad y la exclusión. Pero matices al margen, el acento es el mismo: no hay crisis del Estado o la democracia, sino crisis de los partidos.Creo que resulta obligado coincidir totalmente con este diagnóstico. Y a la hora de interrogarse sobre sus causas, parece necesario referirse a la metamorfosis de la representación política que se ha producido entre 1985 (inicio de la perestroika) y 1989 (caída del telón de acero). Hasta entonces, los partidos representaban los Estados Mayores de la lucha de clases que dividía a los ciudadanos europeos. Y mientras esto tuvo sentido, los partidos políticos eran auténticamente representativos, porque sus bases sociales estaban realmente enfrentadas entre sí, al verse amenazadas en sus intereses por abiertos desafíos. Pero hoy ya no es así. Tras el fin de la guerra fría, la lucha de clases ha dejado de tener sentido, al no quedar abierto ningún desafío que amenace interés alguno. Y por tanto lo partidos políticos han perdido su anterior razón de ser, en tanto que Estados Mayores de aquella guerra incruenta entre clases sociales.

Esto ha generado dos imprevistos efectos perversos. Por una parte, la anterior división entre las clases se ha desdibujado hasta ser sustituida por otras nuevas divisiones sociales más visibles aunque carezcan por el momento de representación política suficiente: es el llamado multiculturalismo con sus divisiones entre etnias, entre géneros, entre lenguas, entre territorios, entre generaciones... Y por otra parte, los viejos partidos políticos, que originalmente nacieron como partidos de clase, han perdido todo su carácter representativo, si exceptuamos al nacionalismo reaccionario, hoy los grandes partidos se han autonomizado de sus bases sociales y ya sólo representan los intereses instrumentales de sus militantes profesionales.

Esta desnaturalización de los partidos, que ya no representen a nadie más que a sí mismos, es la causante de todos estos efectos de corrupción, descrédito y judicialización de la política que vemos por doquier. Cómo ya no representan a nadie, no pueden autofinanciarse, por lo que pasan a depender de las subvenciones públicas que se autoconceden expropiándolas al contribuyente. Y como no tienen bastante, precisan recurrir además a la venta de favores políticos, ofertando privilegios exclusivos cuando administran algún poder. Así es como malversan el interés público en defensa de sus espúreos intereses privados: en lugar de servir a la ley, se sirven de la ley, instrumentándola en provecho propio y reclamando derecho a la inmunidad legal.

No es extraño por eso que la Comisión creada en el Congreso para la reforma de los partidos se haya saldado con el más completo fracaso. Y es de temer que la anunciada conferencia socialista en defensa de la democracia degenere en nuevo blindaje protector de la autonomía del partido, que le permita seguir negándose a rendir cuentas ante las bases sociales a las que dice representar. Pero aún hay algo peor todavía que temer y es lo que pueda llegar a hacer el Partido Popular si es que obtiene por mayoría absoluta el poder.

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