Regalo
Un joven artista recién llegado de Italia me ha traído de regalo un queso parmesano, una botella de aceite y un tarro de miel. El aceite procede de unos olivos de Viterbo, que están arraigados desde siempre sobre ruinas etruscas: debajo de sus raíces hay tumbas, gradas de teatro y arcillas de dioses sonrientes. Cada año toda esa cultura milenaria da una cosecha, y cuando uno derrama su zumo por la mañana sobre una rebanada de pan candeal acabada de tostar, no está sino elaborando una plegaria que hará soportables todos los crímenes que sucederán a lo largo del día. Este joven artista llegará muy lejos. Ha ido por primera vez a Italia a ver a su novia, que tiene un abuelo campesino de 90 años en Anzio y no se ha molestado en visitar Roma ni tampoco se ha acercado a Florencia. Desechando a Botticelli, Da Vinci, Miguel Ángel y Bernini, ha comenzado por iniciarse en la sabiduría que está debajo de estos grandes creadores. El joven artista ha pasado su primer viaje a Italia sin salir de casa, escuchando a un campesino muy viejo que estaba haciendo todavía las mismas cosas naturales que hacía Virgilio. En Roma, en Florencia y en Venecia sólo había un gentío con mochilas y chancletas, pero él tenía alrededor los olivos, las ovejas, las colmenas que dieron sustancia a los primitivos héroes. Hay que empezar por el principio. No es posible degustar la perfección de una Virgen de Rafael si uno previamente no se ha extasiado ante el sabor del queso parmesano. No se puede admirar la profundidad de cualquier carne de Tiziano si no se comprende la luz condensada que se haya capturada en el interior de una gota de aceite o de miel. Los cinco sentidos son vasos comunicantes: junto confluyen en esa cúspide que es la inteligencia sensible. Mientras en el agosto ferruginoso de Italia las manadas de turistas sudados se reproducían en las escalinatas, este joven artista estaba sentado en el tronco de un olivo de Viterbo, en cuyas raíces había dioses con ojos de aceite. He aceptado el regalo como una lección.
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