El infierno
Estábamos enterrando a un amigo cuando un teléfono móvil interrumpió la grave ceremonia. Tras un breve intercambio de miradas reprobatorias, comprendimos que el ruido procedía del cadáver, cuyo féretro había sido abierto para que el finado recibiera el último adiós. La viuda, después de unos segundos de suspensión, se inclinó sobre el muerto y le sacó el teléfono de uno de los bolsillos de la chaqueta. "Diga", pronunció dolorosamente. No sabemos qué escuchó al otro lado, pero la vimos palidecer; enseguida gritó: "Fernando falleció ayer y usted es una zorra que ha destruido nuestro hogar". Dicho esto, interrumpió la comunicación y devolvió el artefacto a su lugar. Al abandonar el cementerio supe por alguien de la familia que había sido deseo del propio Fernando ser enterrado con su móvil, lo que, constituyendo una excentricidad perfectamente afín a su carácter, me devolvía la imagen menos grata y oscura de quien sin duda había sido una de las referencias más importantes de mi vida. Como es costumbre, me dirigí en compañia de los íntimos a casa de la viuda para darle consuelo. Ella nos ofreció un café que estábamos saboreando mientras hablábamos de cosas intrascendentes, cuando sonó el teléfono. Tras unos instantes de terror, los presentes alcanzamos un acuerdo tácito: nadie había oído nada, ningún sonido de ultratumba se había colado en aquella reunión de amigos. Después de diez o doce llamadas, el aparato enmudeció y la propia viuda se levantó a descolgarlo. "No estoy para pésames", dijo.
Aquella noche, a la hora en la que los insomnes suelen descabezar un sueño, me levanté, fui al teléfono y marqué el número del móvil de Fernando. Lo cogieron al primer pitido, pero colgué antes de escuchar ninguna voz. Sólo quería comprobar que el infierno existía.
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