Reflexiones de un imputado
No empezaré diciendo que el poder judicial carece de legitimidad democrática por el hecho de no ser sus miembros elegidos por los ciudadanos, pero parece evidente que en cualquier caso no tienen más legitimidad que los otros dos poderes del Estado.Esta reflexión, por lo demás obvia, no es vano hacerla cuando a veces se tiene Id impresión de que está empezando a calar entre nosotros un sentimiento aristocrático de desprecio hacia "lo político". Se cuestiona, en algunos sectores, la legitimidad del Parlamento para elegir a los miembros del Consejo General del Poder Judicial, poniendo bajo sospecha la rectitud de ánimo de los representantes del pueblo. Se ve en esa forma de designación, impecablemente democrática, un intento de controlar al poder judicial desde el poder político, olvidando de dónde emana ese mismo poder. Se sucumbe a la tentación, incluso en sectores progresistas, de participar en esa cultura de la demonialización del poder político, frente al que toda sospecha de ilegalidad aparece fundada, sin advertir que el autoritarismo alimenta las raíces de esa cultura.
Se reclama así un ministerio fiscal independiente del poder ejecutivo, también sospechoso de ilegalidad, y se omite, frente a la opinión pública, que el artítulo 8 del estatuto orgánico veda al Gobierno la posibilidad de dar órdenes al fiscal general y que cuando aquél "interesa del fiscal general que promueva las acciones pertinentes en orden a la defensa del interés público", éste debe someter su procedencia a la Junta de Fiscales de Sala del Tribunal Supremo. Se olvida, asimismo, que el artículo 27 del estatuto orgánico antedicho otorga a todos los fiscales la facultad, más de una vez ejercitada, de oponerse a la orden de un superior jerárquico, sea éste fiscal jefe o el fiscal general del Estado, que considere contraria a las leyes o que, "por cualquier otro motivo" considere improcedente. Esto es, que, los miembros del ministerio fiscal pueden negarse a cumplir una orden no sólo por razones de legalidad, como no podía ser menos en un Estado de derecho, sino incluso por razones de oportunidad, lo que desde un punto de vista democrático parece cuestionable cuando la orden, no tachada de ilegalidad, proceda del fiscal general del Estado en cumplimiento de la política criminal de un Gobierno salido de las urnas y sujeto al principio de legalidad. Quizás olvidamos que el "interés social" por el que el ministerio fiscal debe velar, lo define el Gobierno (a quien el artículo 97de la Constitución atribuye la dirección de la política interior), y no los miembros del ministerio fiscal.
Se critica que la designación del fiscal general del Estado se haga a propuesta del Gobierno, como establece los artículos 124, 4º de la Constitución y el 29 del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal, y se propone por algunos su designación por el Parlamento, opción tan legítima como la adoptada por nuestra Constitución, pero posiblemente menos operativa, a la vez que se critica por los mismos la designación por el Parlamento de los vocales del poder judicial.
Se escudriña, a veces, con presunta honda preocupación democrática, en los orígenes profesionales de los corresipondientes fiscales generales del Estado. La pertenencia a la carrera judicial o fiscal les dará un plus de credibilidad, siempre que no hayan sido antes "contaminados" por su dedicación a la cosa pública.
¿Hacia dónde vamos?, ¿qué poder judicial queremos?, ¿no estamos cuestionando el mismo sistema democrático? La crítica a la actuación de jueces y fiscales, a no ser que proceda corporativamente de su propio serio, es vivida por algunos en "registro de desacato" y como ataque a la independencia del poder judicial. Atribuir al presidente del Gobierno y a algunos ex miembros del mismo la comisión de hechos criminales no merece, sin embargo, reacción alguna; es más, se llega a afirmar públicamente por personas obligadas a defender los derechos de los ciudadanos que: "En el caso de que el Tribunal Supremo no siguiera adelante con el caso GAL, sería falso concluir que los aforados son inocentes. Los tribunales no damos certificados de inocencia". Faltaría más, el certificado de inocencia nos lo dimos todos los españoles en el artículo 24 de la Constitución, no como obstáculo para que los tribunales "puedan extender certificados de culpabilidad, sino como base de la sociedad democrática que día a día nos propusimos construir. El artículo 9, 1º de la Constitución establece la sujeción a la misma de todos los poderes, públicos, y esa sujeción, tanto de los poderes públicos como de todos los ciudadanos, ha de entenderse no como un simple acatamiento de su marco normativo, sino como un compromiso activo con los valores democráticos.
Es también función del poder judicial, garante del cumplimiento de nuestro ordenamiento jurídico, y sometido al mismo, velar, en cuanto poder del Estado, porque se respete la voluntad de la nación española, manifestada en el preámbulo de nuestra Carta Magna, de consolidar un Estado de derecho y establecer una sociedad democrática avanzada, único marco en el que es posible el desarrollo de los derechos fundamentales y de las libertades públicas, asentada en el más estricto respeto entre los poderes del Estado.
Es igualmente función del ministerio fiscal, integrado con autonomía funcional en el poder judicial, según el artículo 3 de su estatuto orgánico, "velar por el respeto de las instituciones constitucionales y de los derechos y libertades públicas", para cuyo ejercicio el artículo 4, 5º le atribuye, entre otras, la facultad-deber de informar "a la opinión pública de los acontecimientos que se produzcan, siempre en el ámbito de su competencia y con respeto al secreto del sumario".
La presunción de inocencia, tan manipulada hoy entre nosotros, pero a la que llenemos derecho todos (artículo 24, 2º de la Constitución), desde el momento en que nuestra conducta pueda traducirse en con secuencias sancionatorias o limitativas de nuestros derechos (sentencia del Tribunal Constitucional 13 / 82, de 2 de julio). Principio político heredero de corrientes humanistas y que nació de ideas políticas libertadoras alumbradas por la Revolución Francesa, por tanto desde la política y en especial, pero no exclusivamente, para la política criminal, devino, garantía constitucional y derecho fundamental en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, para abolir sórdidas e inhumanas prácticas inquisitivas que consideraban al individuo como objeto, devolviéndolo, pues, su condición de sujeto, de ciudadano en definitiva.
Ahora, con asombro, leemos o escuchamos, e incluso sufrimos, que en la política rige, ha de regir, postulan algunos, el principio contrario: la presunción de culpabilidad, con lo cual el afectado viene obligado a la gravosa, ilógica e injusta prueba de su propia inocencia (verdaderamente, esto es, era, rigurosamente cierto, pero en el sistema ¿justicia? penal de la extinta URSS, en el que el acusado venía adornado de la presunción de culpabilidad, debiendo, pues, probar su propia inocencia, fuera de ahí, ningún sistema político-jurídico democrático, ni obra científico-política democrática seria y fundamentada, ha sostenido semejante dislate político y jurídico; por lo demás, de imprevisibles consecuencias en su aplicación).
Sostener el valioso principio y conquista democrática que la presunción de inocencia entraña no es tarea de "amigos de ladrones y asesinos", sino labor de todos los demócratas, vinculados por principios y valores institucionales, especialmente de los jueces y tribunales (artículo 5, 1º de la Ley Orgánica del Poder Judicial), lo contrario es volver al dilema que inquietaba a Robespierre en la Convención Nacional de 1792, cuando se discutía si proceder o no contra Luis XVI: "Si, como se usa en los juicios, se le debiera presumir culpable mientras no fuera absuelto, todos nosotros seríamos reos".
El artículo 117, 1º de la Constitución Española consagra la independencia de los jueces y magistrados, integrantes del poder judicial, en la administración de la justicia. La independencia de los tribunales constituye una garantía para el justiciable y una exigencia del Estado democrático de derecho.
La independencia de los jueces es condición de su imparcialidad, y ésta un derecho inalienable de todos los ciudadanos. A veces, sin embargo, cuando se habla de la necesidad de proteger la independencia de los tribunales, frecuentemente frente a supuestos ataques de las personas sometidas a un proceso penal, se tiene la impresión de que se la está dando un cierto sentido patrimonialista.
No es frecuente la noticia de que un juez o tribunal reclame el amparo de su independencia frente a alabanzas vertidas en medios de comunicación, peseai que éstas no son, en muchos casos, sino el anuncio de futuras descalificaciones para el mismo juez, o para aquellos que deberán juzgar posteriormente sobre lo actuado o resuelto por el primero. A mi parecer, la alabanza es más turbadora de la imparcialidad de ánimo del juzgador que el insulto y, sin embargo, no pone en marcha mecanismos defensivos. Cuando un juez pide que se proteja su independencia está, o debiera estar, pidiendo que se proteja a la persona sometida a su juicio frente a un ataque de terceros que puede poner en peligro su imparcialidad y objetividad; si ésta corre tanto riesgo por la lisonja como por la crítica ¿por qué jueces y fiscales no reaccionan frente a ella?
Creo que es necesario profundizar mucho más en el control democrático del poder judicial para evitar que su independencia se transforme en inmunidad
que ésta sea aprovechada por las fuerzas de reacción como ariete para derribar las bases del Estado democrático. Así al menos lo piensa un imputado.
Rafael Vera Fernández, ex secretario de Estado de Seguridad, está procesado por el juez Garzón en el caso GAL
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