Comprar en las afueras
Confieso que por vez primera habito en una casa de las afueras. He abandonado mi tradicional piso en el barrio de Salamanca (para los barceloneses, en el Ensanche) y las excitantes apreturas de la ciudad, por la calma de una urbanización, con más horas al volante compensadas por una compra más barata. La ciudad es el centro motor de nuestra civilización y nuestra prosperidad, y el hallarse inmerso en ella multiplica nuestras oportunidades de encuentros interesantes o beneficiosos. Pero tal y como hemos organizado nuestras ciudades los españoles, sobre todo, tal y como hemos consentido que se ponga Madrid, el radicarse en el centro supone sufrir un triple dolor: implica una cuantiosa repercusión en el coste de la vivienda de alquiler o en propiedad por el alto precio del solar; conlleva una circulación caótica y congestionada, y eleva la cesta de la compra a niveles estratosféricos. De esas dificultades y costes suplerfluos tienen toda la culpa la autoridades municipales, autonómicas y estatales.Los libros de la economista heterodoxa americana Ann Jacobs siempre me han fascinado. El primero que leí se llamaba La acera (The sidewalk): contra los urbanistas que quieren separar el coche y el peatón, defendía las ventajas de vivir en barrios céntricos en los que se mezclaran civilizadamente los peatones y los automóviles. Esta fructífera mezcla de zapato y gasolina está cada vez más lejos del alcance de los madrileños. El último se titulaba La riqueza de las ciudades, con lo que hacía una patente referencia al libro clásico de Adam Smith, La riqueza de las naciones. Para Ann Jacobs, no son los Estados ni las naciones los protagonistas del desarrollo económico, sino las ciudades mercantiles, fabriles y a menudo marítimas. Admirador como soy del vigor de las plazas hanseáticas de la Edad Media, de la genialidad renacentista de Florencia, Pisa, y Venecia, y hoy de la energía vital de Nueva York, Hamburgo o la media luna de Rotterdam, Amsterdam y La Haya, afirmo que los Estados no deberían ser sino membranas protectoras de esas aglomeraciones de gentes abiertas al capitalismo mundial. Por desgracia, las autoridades nacionales suelen convertirse en parásitos de sus grandes ciudades, y ponen la prosperidad que otros han creado al servicio de sus fines tribales y no estoy aludiendo sólo al señor Pujol.
Son infinitas las maneras de abusar de la ciudad. En España, la Ley del Suelo, que entrega a los Ayuntamientos la calificación de urbanizable del suelo agrícola, impone a la fuerza una densidad de ocupación y un coste innecesarios. La incapacidad de las autoridades locales, especialmente las de Madrid, de hacer cumplir las reglas de tráfico, convierte automóvil en enemigo ciudadano. Pero al marcharme a vivir a la periferia he notado sobre todo el efecto de la regulación del comercio sobre el precio de la compra. Gracias a los impedimentos que ayuntamientos y autonomías colocan frente a la fácil instalación y libre funcionamiento de los centros comerciales y grandes superficies, el consumidor queda a la merced de los precios abusivos de viejos ultramarinos y botiguers, incapaces de adaptarse al mundo moderno. En especial, el cierre de domingos y festivos, que, es cuando las familias, trabajadores encuentran tiempo para desplazarse a centros comerciales y grandes superficies, aumenta los costes del consumo por dos razones: por el mayor precio de los bienes en las tiendas de conveniencia y por la mayor escasez del tiempo disponible para comprar. El 29 de septiembre, la Comisión de Comercio del Congreso de los Diputados aprobará sin duda el Proyecto de Ley de Comercio, pactado por los grupos socialista y catalanista cuando todavía eran novios. En el artículo de esta ley se proclama la libertad de horario de apertura a partir del año 2001, lo que daría amplia oportunidad para que los viejos comercios inadaptables hubieses desaparecido de la circulación (pues ni siquiera protegidos por la limitación de horarios han dejado de cerrar aceleradamente).
Pero al pobre ministro de Comercio los nacionalistas catalanes le han puesto los cuernos: pactó una Disposición Transitoria contradictoria del artículo y de la Constitución misma, por la que, en el año 2001, la libertad de horarios no se restablecería, sino que volvería a pactarse con las Autonomías. El señor Gómez-Navarro ha pensado que tenía que contentar al señor Pujol, a cambio de que éste apoyara los presupuesto del Gobierno...
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