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El contrato social implíto en España

María Ángeles Durán

En un país como España, no hace falta una memoria histórica larga para recordar lo muy diferente que puede ser -en función del género o sexo-, la relación de ciudadanía. Más de la mitad de las españolas vivas ha conocido los años en que a la penuria general de derechos políticos se unían las restricciones específicas para las mujeres en materia de patria potestad; acceso a la educación o al empleo, que sólo a partir de los cambios legales de 1961, 1970 y 1978 fueron gradualmente aminorándose. Todavía en la actualidad, el marco constitucional español arrastra las huellas de su pasado histórico.La Constitución española ha configurado la nueva ciudadanía de las mujeres a través, principalmente, de dos artículos: el 14, que proclama la igualdad ante la ley sin que prevalezca discriminación por razón de sexo, y, más importante todavía, el artículo 9.2, que encarga a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas, y remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social. En realidad, este artículo 9.2 es la base para un mandato político administrativo de gran alcance, puesto que obliga a los poderes políticos intermedios a contribuir a una tarea gigantesca de cambio social.

Para que la participación social sea eficiente se requiere un elevado grado de presencia de las mujeres en todo tipo de grupos e instituciones y no se agota en el "derecho" a participar. sino en su correlativo "deber de participación". Y para que no sea una forma disfrazada de obediencia a los poderes públicos, las participantes tienen que ser corresponsables en la toma de decisiones y en el acceso a los riesgos y recompensas. En este aspecto la Constitución española rebasa claramente la ideología del igualitarismo nominal (que se conforma con decir que hombres y mujeres tienen igual valor pero les adscribe funciones y recompensas muy diferentes) y del igualitarismo de mercado (que presupone una inexistente igualdad de partida y se escuda en la recompensa igual para resultados iguales).

Sin embargo, es llamativo que algunos grandes ámbitos de la vida social española donde las relaciones desigualitarias de género han sido tradicionales (Familia, Iglesia, Corona y Ejército) no reciban en el texto constitucional una mención más vigorosa. Sin duda, no era la misma sensibilidad la que mostraron los padres redactores de la Constitución en 1978 que a la que pueden aspirar las nuevas generaciones de mujeres cada vez mejor formadas y menos asustadas ante cambios que ya han entrado a formar parte de su vida cotidiana y que antes o después habrá que incorporar en nuevos textos legales.

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Los Estados nacionales son construcciones históricas, igual que los de rechos y obligaciones que componen la ciudadanía. A las mujeres europeas de hoy, más que el recuento de viejos agravios históricos, lo que les importa es la construcción de su presente y de su futuro. Para eso tienen que cambiar el contrato social implícito con el que no están de acuerdo, que vincula a los hombres y mujeres. Un contrato implícito que afecta a las relaciones con el Estado, la familia, con las instituciones religiosas, con la economía; que llega, incluso, a campos tan aparentemente neutrales como el lenguaje, la creatividad o la construcción de la ciencia.

A diferencia de la antigua noción de ciudadanía -que derivaba de la idea de una procedencia común-, la ciudadanía moderna deriva de un pacto político esencial que no sirve para restringir la soberanía del príncipe por parte de su pueblo, sino para constituirse mediante la voluntad de todos, para ejecutarse en la autolegislación democrática. El consenso no es natural ni heredado, sino disputado; y para que el consenso sea posible es necesario el reconocimiento de los sujetos como libres e iguales.

El varón como referencia

Aunque la Constitución española sea una de las más modernas de la Unión Europea -y esto es una condición positiva para las mujeres españolas-, el ciudadano de referencia es sin duda un varón integrado en la economía monetaria, en condiciones físicas de madurez y procedente de una tradición cultural compartida. Esto se ve claramente en la referencia a los derechos y deberes de los ciudadanos (artículos 30-38) y, sobre todo, en el título VII, dedicado a la economía y hacienda.Para la construcción de su ciudadanía, las mujeres españolas necesitan hacer explícito lo implícito, y esto no es tarea fácil ni a resolver en pocos años. La fuerza de la tradición es tan fuerte que incluso relaciones tan centrales como las económicas resultan borradas de la consciencia colectiva, invisibles al análisis. Uno de los retos del siglo XXI, para hombres y mujeres, será cambiar una relación que permite que en países como España más dé dos tercios del trabajo real lo hagan mujeres y, al mismo tiempo, menos de una de cada cinco tenga un oficio que le garantice, como promete la Constitución, el derecho a la promoción y a la remuneración suficiente para satisfacer las necesidades propias y las de la familia.

María-Ángeles Durán es catedrática de Sociología profesora de Investigación del CSIC.

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