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Reformar la Constitución, cambiar la sociedad

Desde el mismo momento en que, tras largo parto, se aprobase nuestra actual Constitución, hemos oído bastantes inexactitudes sobre la misma. No es cierto que se tratara de nuestra "primera Constitución en consenso". Falla la memoria o el conocimiento histórico, entre otras cosas porque parecemos empeñados en que todo nace en 1978. Ya el texto gaditano de 1812 fue obra de cesión entre serviles y liberales. Como algunos otros posteriores lo fueron entre liberales y conservadores. Y como la Constitución de 1931, que intentara regular la vida española durante la Segunda República, supuso la cesión de los socialistas, a la sazón, el partido más consolidado, para integrar a quienes entonces se denominaban "auténticamente republicanos". Es decir, a los republicanos liberales y burgueses de Azaña, Alcalá Zamora o Lerroux. Tampoco es cierto lo del texto "de mayor duración". Ahí estuvo la Constitución de 1876 con la que funcionó la obra canovista de la Restauración, a pesar de que se tratara de una gran falacia. Pero parece manifiesta la evidencia de que el actual texto no. acaba de arreglar las cosas. Ni las nuevas como ese auténtico laberinto de prioridades en la interpretación de los derechos fundamentales y sus posibles limitaciones; ni, por supuesto, las antiguas, como el heredado y convencionalmente llamado "problema regional", con perdón para quienes no gustan de esta expresión. A la luz de lo que estamos viviendo, la configuración del Estado de las autonomías no ha resuelto las aspiraciones de autodeterminación, el regionalismo visceral, la conciencia de agravios comparativos o la falta de solidaridad. Hay que ser ciego para no verlo. Otra cosa, claro está, es que se tenga a mano una solución alternativa que guste a todos. Me temo que no y que lo de "conllevar" de Ortega va para largo o sigue vigente.Y es que los textos, por sí mismos y a pesar de la importancia jurídica que supone la fijación de unas reglas de juego en política y la misma declaración reconocedora de un catálogo de derechos para, los ciudadanos, acaban sirviendo para poco si los valores del régimen no están vigentes y han sido asimilados por la ciudadanía. Esto es así en todas partes, como el olvidado Fernando Lassalle ya señalara. Y lo ha sido y es especialmente en nuestro constitucionalismo patrio, pasado y presente. No haría falta volver al archiconocido veredicto de Teófilo Gautier cuando en 1840 visita nuestro país y encuentra en cada ciudad una plaza dedicada a la Constitución: "Lo que late dentro de las cosas tiene que salir por algún lado. Una Constitución sobre España es un revoco de yeso sobre granito". Y añadía: "Pelladas de yeso sobre la piedra de sentimientos y hábitos políticos más profundos, su violación o su derogación no supone un trastorno sustancial de la vida política". Tómese nota: sentimientos y hábitos políticos que acaban siendo mucho más importantes, y también más tozudos, que la letra del texto.

Y digo que no haría falta volver a la opinión del francés porque la cuestión se ha repetido una y mil veces. De nuestros días es la siguiente consideración del tan llorado como plagiado maestro García Pelayo: "La estabilidad política de una Constitución depende de factores exógenos a ella misma, puesto que la Constitución es, al fin y al cabo, un componente de un conjunto más amplio al que, en términos generales, podemos designar como sistema político y, por consiguiente, lo que crea y signifique dependerá de su interacción con otros componentes de dicho sistema, entre los que podemos mencionar, a título de ejemplo, los partidos políticos, las organizaciones de intereses, las actitudes políticas, etcétera". Sabio consejo de un sabio profesor que debiera presidir cualquier acercamiento al texto y a su interpretación. Y ello desde los planes de estudio hasta el Tribunal Constitucional, pasando por los fervientes adoradores de "la letra", ahora tan al uso. Puede que algo de esto tenga que ver con la nociva judicialización de la política que estamos viviendo. En estás mismas páginas, Miquel Roca, uno de los llamados padres de nuestra actual Constitución, ha hablado hace poco de esta necesidad de una pedagogía. en los valores y sentimientos democráticos, sin la que, a su juicio, no existe una auténtica democracia. Lástima que haya tardado casi veinte años en exponerlo. Algunos otros señalamos ya, recién aprobado el texto, que socializar políticamente en democracia era la gran asignatura pendiente. Algo tan viejo como Platón: "Lo que quieras para la ciudad, ponlo en la escuela". Lástima que la asignatura sigue estando pendiente. Estamos corriendo el riesgo de una democracia sin demasiados demócratas. Y por eso corre auténtico peligro y se tambalea ante la presencia de salvadores en libros, tertulias, conferencias o periódicos.

¿Reformar la Constitución? He apuntado que parece necesario. Desde luego, en algunos casos, como lo de la reforma anunciada del Senado, no servirá para nada. De aquí que no me parezca tan descabellada ni mucho menos, la propuesta de Miguel Herrero de una Cámara de intereses y sosegado pensamiento. A fin de cuentas, el mundo anda lleno de ejemplos, sin por eso caer en el corporativismo autoritario. Pero, en fin, allá los defensores de los reformistas. Creo que volverán a ser parches. Por una sencilla razón: aquí y ahora ya no existe el consenso (que tampoco era tan grande) que sirvió para dejar en la cuneta lo entonces y ahora inviable. A estas alturas, todavía sigue en pie la bandera de la autodeterminación que entonces quedó marginada. Abierto el melón, ¿hasta dónde llegaríamos y con qué grado de acuerdo pacífico? Pero vuelvo al comienzo. Nada se logrará con los meros cambios en el textos¡ no cambiamos también, y hasta posiblemente antes, la sociedad. Si no fuera así, los españoles seríamos. perpetuamente católicos o perpetuamente justos y beneficos desde 1912. ¡Ilusiones del viejo sueño liberal adorador del poder de los textos que, entre nosotros, llega hasta la idea de Jiménez de Asúa de que la República y la Constitución habrían de "mudarlo todo"! Como si eso fuera posible y necesario. Algo de ese espíritu alberga nuestra actual ley de leyes, tan dada a lo fundamental y a lo trascendente y poco pragmática para durar con el paso de las generaciones. Mírese a lo no escrito en Inglaterra o a lo poco que escribieron los constituyentes norteamericanos. Hicimos una Constitución para ángeles, siendo un país de pícaros. Pequeño olvido. Por todo esto, me temo que lo de la tranquila, lenta y larga educación en democracia ya llega tarde. Se nos está marchitando la flor y la ilusión. Cada uno que escriba las causas. Ahora ya no se trata de eso. Ahora ya no es el remedio, aun siéndolo, la educación como proceso. Hace falta algo más. La regeneración, algo de lo que tanto hablaran los intelectuales del primer tercio de nuestro siglo. Recobrar el pulso a través del impulso. Y el impulso es algo con cierta dosis de energía y con mucha carga de empresa colectiva. Nuestra de mocracia está pidiendo a voces un "manos a la obra" colectivo o se consumirá en las de quienes nunca han creído en ella o en las de quienes la entendieron como medio para saciar sus protagonismos sin pasar por las urnas. Y en este menester, hay que utilizar todos los antaño llamados aparatos del Estado, en terminología también en desuso. Pero, claro, de un Estado que no se desguace por momentos. Y al paso que vamos...

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Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político en la Universidad de Zaragoza

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