Biarritz, el nombre de pila
Hay lugares, en sí, privilegiados. Provocan la envidia en versión más tolerable: el deseo de aproximarse a lo que no se posee, no el lívido pesar del bien ajeno. Envidio lo que admiro y nunca tendré; sin odio, ni desprecio. Cada vez que es posible, me acerco a los paraísos de antaño, siquiera sea para comprobar que ahí siguen, que son llama aún, aunque yo sea ceniza. Lugares que resisten el zarandeo de las modas, anclados en una impasible belleza.La villa de Biarritz está al lado, es otra orilla de Madrid. Un término municipal muy reducido, que se rezaga en el aliento templado de la corriente del Golfo, ese mar que llamamos de Vizcaya y los franceses dan el nombre de Gascuña. En las calles se habla castellano, en las tiendas se traducen los trueques a pesetas (vuelve a ser desfavorable el cambio, ipaciencia!). Hace medio siglo venían. las amas de casa a comprar lo que no había, a pasar el duralex de contrabando; todos, a jugar en el casino (había dos en aquellas fechas); una cateta minoría, a ver películas prohibidas. Menos aún, a visitar la librería Barberousse para hacerse con el ejemplar que los expertos sabían dónde encontrar en nuestra ciudad. Hoy, los anaqueles están desguarnecidos y se venden más postales, grabados fotográficos y camisetas serigrafiadas que literatura proscrita. Sic transit!
Si Biarritz tuviese arrabales, en el meridional se alza el lugar de recreo que un petimetre emperador levantó para su esposa española, Eugenia de Guzmán-Portocarrero, hija del conde de Montijo. De esta turbulenta e inteligente granadina, que murió en la calle de la Princesa, a los 94 años, en el 20 de este siglo, se han apoderado los biotarras, con el denuedo con que el francés toma posesión de lo valioso. Allí tuvo una de sus mansiones, sobre la suave colina que se recuesta entre las olas bravas de un mar sorprendentemente tibio. Un palacio, en tierra donde proliferan los castillos, que no son inhóspitas fortalezas fronterizas, como entre nosotros, sino delicias arquitectónicas, reflejadas en ríos, estanques y jardines.
En aquellos parajes se entretuvo la emperatriz de los franceses, mientras el marido reincidía en guerras mal calculadas. Desde hace 102 años es un hotel, cuya más importante base de subsistencia son los veraneantes procedentes de toda España. El Hotel Du Palais.
El director, el capitán de este enorme. buque anclado en tierra, me invitó a una copa de rioja blanco, justificada cortesía, en una tierra de memorables mouscadet y sancerre. "Cuando hace 30 años comencé aquí el oficio", me dice Jean-Louis Leimbacher, "ya eran nombres antiguos", quizá descendientes cortesanos de la reina María Cristina, "los padres de nuestros actuales huéspedes. Hay con ellos un vínculo que dudo se encuentre en otras partes. Cuando los años van segando vidas, queda algo mas que un hueco: un recuerdo hondo, que tarda en disiparse".
Un director de hotel debe ser neutral. Éste, ni siquiera es de por allí: alsaciano, norteño, que durante el invierno sale a la caza del cliente. A mediados del pasado mes de julio, por prímera vez, un avión Concorde, procedente de Nueva York, aterrizó en el cercano aeropuerto de Parma. Trajo una cuarentena de bulliciosos y escogidos vendedores de la fábrica de automóviles, Buick y las respectivas y vocingleras cónyuges, convidados por la empresa a una estancia de cinco días, precisamente en ese hotel del Viejo Continente. Se calcula que dejaron en los comercios
de la ciudad una media de 375.000. pesetas cada uno. "Sí", lo reconoce, "son excelentes, generosos y alegres. A finales de agosto tuvimos a otra convención de Toyota, concesionarios escogidos en todo el mundo. Pero es dudoso que vuelvan desde tan lejos".
Recordamos la figura cetrina de José Banús y la ceremonía casi litúrgica, con que descendía en el ascensor, entonces descubierto, la opulenta doña Pilar, la esposa.
El famoso constructor de aquellos, tiempos encontraba reposo en el albergue y la oxigenación mental precisa en las mesas de la ruleta recomendada por su psiquiatra. Los Banús ocupaban las mejores estancias del último piso y la cabana preferente, al borde de la piscina climatizada de agua de mar. Un mal año, quizá la presión del Ayuntamiento -que es el propietario del edificio- y la indecisión del director de entonces accedieron al capricho de Frank Sinatra le atribuyeron aquel lugar (el alquiler diario de hoy, es de 42.250 pesetas). La pareja española ni siquiera deshizo las maletas, No volvió.
"Yo jamás lo hubiese consentido", asegura Leimbacher. "La hostelería es algo más que cobrar por los servicios que se prestan".
Las modas llevan y traen a los gregarios. Quienes aquí vienen se llaman por el nombre de pila, la mayoría son madrileños y se ponen al abrigo de la publicidad, que sólo va allí donde es llamada. No me duele repetir que envidio a quienes se pueden permitir el disfrute de tan pródigo clima y de tan exquisita hospitalidad, sólo a la mano de sólidas fortunas y de la criba automática que impone la fiel y valetudinaria clientela. Incansable, un enorme motor anima y vitaliza el conjunto. No se detiene jamás, mece los sueños y bendice la vista. Es el mar, sin dueño, que llega allí, para quedarse.
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