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El mejor activo

Los socialistas se muestran, por última vez, unánimes: el mejor activo del partido -afirman con vulgar metáfora contable- sigue siendo Felipe González. No falta ya ningún dirigente del PSOE que no se haya sumado al coro de los que repiten, como un estribillo, que Felipe González es el mejor candidato posible para las anunciadas elecciones generales y que sólo en el caso de que exprese su intención de no presentarse sería cuestión de abrir un debate sobre el sucesor o sustituto. Si González se va será porque decide irse, pues si por los socialistas fuera, lo montarían de nuevo, aun cadáver, en el caballo electoral, convencidos de que su sola vista espantaría y pondría en desbandada al enemigo. A ese respecto, la posición de González en el partido, entre los dirigentes pero quizá más aún entre los simples afiliados, es todavía inexpugnable.Lo que hay por debajo de esta impostada unanimidad es, desde luego, una prueba más del inmenso poder que el secretario general disfruta en el conjunto de la organización partidaria; pero hay, sobre todo, una muestra palmaria del horror al cambio, y de la impotencia para conducirlo, que ha atenazado al PSOE durante los últimos años. La desaparición de Felipe González como candidato y su eventual salida de la secretaría general abriría en un partido que no es ya el refundado en Suresnes unas zonas de tal calibre que nadie, ni siquiera Alfonso Guerra y su facción, se siente en estos momentos con arrestos suficentes para llenar. Lo cual quiere decir que la renuncia de González a encabezar el cartel electoral no obedecerá a causas endógenas, la capacidad del partido para someter a un debate interno todo lo ocurrido bajo su mandato y actuar en consecuencia, sino que será producto de presiones exógenas, ajenas al partido. Lógica pero lamentablemente, la primera reacción ante lo que se interpreta como una hostil ofensiva exterior consistirá en limitar en lo posible el alcance del cambio: puesto que no queda más remedio que prescindir de González como candidato a la presidencia del Gobierno, cuidemos de reforzar su papel como secretario general. Así, el candidato que aceptase la nominación iría como oveja al matadero mientras el líder intocable quedaría en reserva del Estado.

Si las cosas se desarrollan según esta lógica, el nombre del candidato carecerá de importancia: los socialistas se limitarán a mostrar una vez más hasta qué punto son incapaces de comprender la magnitud del desastre causado a su propio proyecto socialdemócrata por el tipo de organización y liderazgo consagrados en los años setenta. Pero si conservaran todavía energía suficiente para recuperar la voz y la palabra y plantear abiertamente, en una conferencia extraordinaria convocada al efecto, todo lo que ha salido al debate público desde el caso Juan Guerra hasta hoy mismo, y en función de ese debate eligieran al candidato a la presidencia, entonces quizá se situarían en condiciones de emprender la obra de renovación a la que en cualquier caso están abocados por mera razón de supervivencia.

Pues de esta forma, tras una conferencia que eligiera a su candidato y un congreso que introdujera las imprescindibles reformas en la organización y renovara su cúpula dirigente, el PSOE podría encontrarse en dos años con un grupo parlamentario dirigido por un jefe de la oposición con peso político propio, no vicario, capaz de insuflar un nuevo vigor a la vida parlamentaria y con un partido dirigido por un secretario general capaz de garantizar a la organización vida propia, relativamente autónoma, del grupo parlamentario o, en su caso, del Gobierno. Ésa, y no la concentración de todo el poder en una sola persona, es también la tradición socialdemócrata. Lo que ocurre es que para esa tarea de reforma y renovación, Felipe González, más que un activo, parece ser un pasivo carente por completo de aquella capacidad de iniciativa de la que dio sobradas muestras hace ya más de veinte años.

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