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La larga marcha de las langostas

Una de las duras consecuencias que el conflicto pesquero está teniendo en Marbella es que las langostas ya no son de Marruecos, sino de Escocia, pero no es ésta cuestión que desanime ni a los dueños de restaurantes ni a los consumidores. Reflexionaba yo sobre las vueltas que da la vida, incluso para estos crustáceos -que vienen aquí a morir cerca de su compatriota, mi venerado Sean Connery, que debe de estar impresionante haciendo de rey Arturo en El primer caballero-, recorriendo las jaulas de condumios marinos vivientes que se encuentran en la trastienda de La Tabenna del Puerto -sí, escrito con doble n, a lo Martes y Trece-, uno de los pocos lugares en donde uno puede aislarse del jetarío y degustar manjares mientras contempla una mar lisa y pura, iluminada de vez en cuando por las luciérnagas de las barcas que salen a pescar.Es evidente que hay otra Marbella, más auténtica y sensata y sobre todo más hermosa, que, al ser anónima, nunca pasa a las crónicas. Y es curioso que incluso los personajes del batiburillo del color, cuando entran en ella aunque sea para rozarla durante el tiempo de una cena, queden contaminados por la serenidad, la ausencia de chirridos de la ciudad oculta. Sentada mirando las barcas y hablando de pesca con la propietaria, Patricia Grundell -su marido, Mateo Rubio, es biólogo y tiene una fishfarme llena de doradas: ahora están interesados en el invento libaneses y sirios-, cuya procedencia es una curiosa mezcla de andaluza y sueca que ha dado como fruto un físico de Estefanía de Mónaco en sensato, pensaba yo en lo sencillo que hubiera sido que las cosas fueran de otro modo: sin ostentosidad y sin mal gusto. Pero los sitios como éste hay que saber buscarlos.

En cambio, en cuanto sales por los habituales enclaves de ludibrio bananero, se te abren las cejas, y no lo digo en sentido figurado. Imaginen que, nada menos que en el Salón del Anticuario, casi le rompen la cara al director, quien, viendo llegar a Lolita y Carmen Ordóñez -ésta con su novio-, se dedicó a hacerles fotos a una discreta distancia, y en cuanto le descubrieron se armó la de God is Christ. El novio, por lo visto, es una especie de forzudo del estilo del último marido de Liz Taylor. Digo yo que por qué no los dejarán mirar consolas rococós tranquilos, sobre todo a él, que parece un sincero amante de las antigüedades incluso vivienites. A propósito de Lolita, dicen que la causa del malhumor -no confundir con tristeza: eso es otro asunto, y muy respetable- que luce desde que llegó no es otra que la falta de galas.

Y es que algunas se lo montan de ordinarias, mientras que pocas, muy pocas, pueden permitirse ser listas y discretas. Ejemplo: Laura Boyer, que ha heredado buenas neuronas tanto por parte paterna como materna, y que se ha escondido en Sotogrande, comentan que con un nuevo amor -su matrimonio va mal, se sospecha- y está obligando a que los paparazzi, bastante hartos ya de Fergie, monten guardia día y noche. Todo esto otorga, un poco de animación a la agonía de agosto, que está en el ambiente, como también lo está el resurgimiento de la marbellinidad más cotidiana y de estar por casa.Para que nada falte, sino que más bien zozobre, Raphael presentó en el parque de atracciones Tívoli su nuevo disco, Desde el fondo de mi alma, que debe de ser insondable. Con una sensatez que le honra, el cantante ha declarado que quiere volver a actuar en teatros, los cuales (y esto lo digo yo) no sólo son más fáciles de llenar, sino que (también lo digo yo) son el lugar de donde no deberían salir los solistas. Al espectador que se aburre le es más fácil huir sin tener que atravesar muchedumbres, y se aprecia mejor lo que hay de verdad en el artista.

Ahora bien, lo que me preocupa es que, aunque agosto agoniza, si sigue viniendo gente y Bonino no consigue arreglar lo de Marruecos, no va a haber langostas para todos.

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