_
_
_
_
Tribuna:INTRIGAS DE VERANO
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Muñecos son

.El autocar salió de Catania a hora temprana, en exceso temprana para un buen numero de pasajeros que exigían alterar el programa del tour -bastante sensato y relajado a decir verdad-, ganar tiempo sobre el calendario previsto y subir al Etna, visitar Taormina, Mesina, Cefalú y, volviendo a bajar hasta Catania, llegar a Siracusa para comprar papiros enmarcados o cualquier otra cosilla típica que regalar al regreso, y volver a subir, por la costa jónica, hasta Arcireale, junto a Catania de nuevo, donde había que pernoctar. Todo ello en un día, y, eso sí, sin haberse sometido al madrugón impuesto por la guía Marianna y reclamándole una generosa reserva de tiempo para almorzar sin prisas.Afortunadamente, se impuso el tino de los militantes en la obediencia, absoluta a las reglas del programa establecido, y, de manera decisiva, las voces que apelaron a las razones que mueven el mundo desde que el mundo es mundo y las decisiones de los hombres desde que el hombre es hombre: las económicas. ¿Qué pasará con las comidas. pagadas de antemano en los restaurantes previstos en el programa si comemos en otros? La cuestión, planteada por el caballero con cara redonda, gafas de montura metálica, mirada avispada y dedo índice puntuando en el aire las observaciones pronunciadas con aflautada voz -es decir, el metemeentodo que en el avión había resuelto el delicado problema de la colocación de la guitarra de las dos arcangélicas muchachas y del equipo fotográfico de los madurones pulcros-, tuvo la virtud de sosegar a los ansiosos trotamundos encauzando de nuevo sus ideales viajeros por las sendas del respeto y, la fidelidad a lo establecido por el programa.

Así pues, la bulliciosa y senorial Catania quedó atrás, entre la imponente mole del Etna y la humanamente abarcable extensión azul del mar Jónico. Y, con la por la mayoría de pasajeros desdeñada ciudad (¡qué sucia y renegrida!, ¿qué entenderá esta por belleza arquitectónica? ¡pero si tienen todo por restaurar!), también quedó atrás el collar de perlas de la señora de Sanjuán, Diego, dentista. Lo que no quedó atrás, mientras el autocar avanzaba por una zona insospechadamente suntuosa en naranjos, fue la feroz animosidad de la mayor parte de los viajeros contra la isla y sus gentes. Cierto que la guía había advertido respecto al peligro de robos callejeros en las dos grandes ciudades sicilianas -Catania y Palermo-; cierto que, a raíz del hurto perpetrado en el escote de la señora de Sanjuán, Diego, dentista, casi todos los integrantes del grupo se confesaron víctimas de violencias semejantes sufridas durante otros viajes o -con muchísima más incidencia- en la propia ciudad de origen e incluso en el propísimo barrio residencial donde habitaban; cierto que algunos tuvieron la franqueza de declarar haber sufrido tales vilezas bajo amenaza de arma blanca, y que unos pocos -los más altos, mejor plantados, más esmeradamente entupetados y más sacando pecho ante el auditorio- dijeron haber resultado heridos y malamente golpeados; pero, no obstante, todos estuvieron de acuerdo en que tanta crueldad y ensañamiento como los infligidos anoche en la pobre señora de Sanjuán, Diego, dentista, eso, nunca lo habían visto en ningún lugar del mundo.La señora de Sanjuán, Diego, dentista, que se dio cuenta de la ausencia del collar sobre su escote justo cuando se disponía a subir al autocar, después del breve paseo por la plaza del Duomo, al ir a cogerlo entre sus dedos y subírselo hasta el mentón para apoyar con gesto enjoyado la maldad que iba a pronunciar (el marido dentista había empezado a adjudicar a la guía Marianna una ignorancia incomprensible en una profesional titulada ya que no había sabido contestar a su pregunta respecto al peso exacto del Elefante que sostenía el obelisco egipcio y en lugar del peso, que es lo que a uno le interesa, va y me contesta que la fuente del dichoso Elefante es obra de un escultor llamado Vaccarini), al día siguiente se quejaba de magulladuras en diversas partes del cuerpo e incluso cojeaba. El dentista, por su parte, que la noche anterior no hacía sino santiguarse y dar gracias al cielo porque todo ha ocurrido como durante una intervención quirúrgica con anestesia: sin enterarnos, aseguraba ahora poder describir perfectamente la cara, las voces y las vestimentas de los asaltantes.

Durante el ascenso al Etna, procure ensimismarme en la contemplación del paisaje y no prestar oído a los comentarios de los ocupantes de los asientos vecinos al que ocupaba yo junto a mí tía, abuela. Al subir al autocar, por la mañana, la suerte no me acompañó en mi intento por sentarme cerca de la sra. P.: pese a quejarse de la hora pronta de partida, la mayoría de los integrantes del grupo habían madrugado más de lo necesario para ser de los primeros en subir al autocar y sentarse, así, en los asientos delanteros. Por supuesto, el sr. y la sra. P; no tenían aspecto de haber venido a este mundo para disputarse un par de asientos en la parte delantera de un autocar turístico.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Hay rasgos que -cada vez con más convicción a medida que voy cumpliendo, años- creo que se llevan en los genes y determinan el talante, las maneras y los sentimientos de quienes vivirán dispuestos a madrugar para elegir el asiento en un autocar, a no quedar úItimos en una cola ni a permitir, bajo ningún pretexto, que nadie les pase delante, y, en fin, a impedir, cueste lo que cueste y caiga quien caiga, que se les coloque en cualquiera de las muchas, infinitas, situaciones en que se les pueda tomar por tontos. Del mismo modo, es decir, por la misma regla genética, hay quienes nacen predispuestos a soportar a los anteriores. Y hay momentos en esta vida -desgraciadamente, los más abundantes y prolongados- en que diríase que el mundo se divide entre quienes no quieren que se les tome por tontos y quienes les soportan, que todas las desgracias (desde las guerras hasta la injusticia social) proceden de esta división, que no hay nada que hacer para solucionarlo y que todo Io demás es literatura.

En aquel autocar viajaban cuarenta personas nacidas con la misión de que nadie las tomara por tontas, y el resto, cinco o seis, entre las que se encontraban el sr. y la sra. P., se sentaban cada día en el

poco espacioso y traqueteante fondo del vehículo; si querían tomar café, después de cada comida, tenían que aguardar a que sirvieran el segundo turno, y, cada vez que llegábamos a un nuevo hotel, tenían que subir el equipaje (siempre incomparablemente más ligero que el del resto de viajeros) a la habitación cuando los demás ya dormían y habían dejado de utilizar los ascensores que habían ocupado largamente con un promedio de cuatro bultos por persona.

El sr. y la sra. P. reían como niños cuando les expuse mi teoría genética aplicada a los viajes en grupo, mientras tomábamos una copa en el bar del hotel, El encuentro no tuvo lugar hasta la noche porque, como he empezado a contar, por la mañana quedamos separados por el tumultuoso asalto al autocar por parte de los viajeros en busca de asientos delanteros. Por supuesto, no me conté entre quienes, como premio a su brío mañanero, lograron sentarse lo más hacia delante posible, que, por lo visto, es donde deben sentarse los expertos en viajes de grupo. Pero, para mi desgracia, la guía Marianna y el conductor del autocar decidieron, apelar a la buena educación de la concurrencia y muy pedagógicamente reclamaron asientos delanteros para las personas de avanzada edad, enfermos o con problemas, dijo la guía buscando con la mirada a mi tía abuela, a otra anciana que viajaba con una nieta que quizá fuera a su vez ya abuela, y, para mi sorpresa, al sr. P.: al intentar descubrir en qué categoría de pasajero con problemas entraba, advertí que por la bocamanga de su chaqueta asomaba el borde de lo que quizá fuera un yeso (hecho del que no me había percatado hasta entonces y que acaso explicara como luego me confirmaría el afectado, el hecho de participar en un viaje en grupo). Sin embargo, mi desdicha se encaminaba, poderosa, hacia su plenitud para desembocar en la imposibilidad de sentarme cerca de la sra. P., quien, así como el primer día de viaje en el aeropuerto desmintió, ante la amenazadora presencia de la señora de Sanjuán, Diego, dentista y del mismísimo Sanjuán, Diego, dentista, su aparición en un reciente programa de televisión, ahora, en el autocar, dijo que de ninguna manera, que nadie les cediera el sitio, que Cristóbal va mejor detrás, al ver que el lugar que les destinaban estaba cercado, nada más y nada menos, que por el matrimonio dentista, por el marido de Carmen y padre de Camila, por la esposa de Miguel y madre de Camila, y por la pareja de recién casados que a las 48 horas de haber emprendido el viaje y de la continua compañía de los citados dentistas y esposos de Miguel y Carmen, respectivamente, iban perdiendo a marchas forzadas su aspecto de recién casados, sobre todo él, que parecía que llevara 40 años siendo cuñado del dentista. Aunque, mentalmente, elogié la decisión de la sra. P., no pude, como hubiera sido mi deseo, imitarla: mi tía abuela aceptó encantada el asiento que un alma reprendida por la guía Marianna le cedió y a cuyo lado tuve que seguirla en calidad de acompañante privilegiado. A punto estuve de mandar a paseo a Camila cuando, renunciando al asiento que sus padres le habían reservado, pasó por mi lado y, con voz burlona, me susurró al oído:

-Me voy al fondo.

La hermosa extravagancia de la vegetación que cubría las laderas del Etna a medida que se ascendía, ora con viñedos y plantíos frutales, ora con olivos y algarrobos, ora con higueras de Indias y pitas, ora con bosques de acebos y encinares, no acalló, como supuse, el despecho sufrido por los viajeros a raíz del hurto del maldito collar de la maldita señora de Sanjuán, Diego, dentista, y, de acuerdo con tan dolido talante, para las voces que me rodeaban el Etna "comparado con el Teide es un bonsai de volcán, lo que ocurre es que los españoles siempre menospreciamos lo de casa". "¡Usted lo ha dicho, amigo! Sin ir tan lejos, quiero decir que sin buscar ejemplos tan evidentes como el del Teide, que aquello sí es un volcán, en Barcelona tenemos el Tibidabo que, bueno, las guías turísticas dirán lo que les pase por la cuenta corriente, oiga, que tontos no somos, ¡eh! y el Tibidabo mucho más pequeño que este Etna no es, ¡eh! y, al menos, no saca humo, bien inactivo que está y los barceloneses podemos vivir tranquilos". "Mire usted, lo que acaba de decir es la clave de todo: tranquilidad. Yo no soy catalán, pero admiro este espíritu práctico y trabajador que les caracteriza. Porque, vamos a ver: dígame usted, ¿quién hubiera invertido una peseta en unas olímpiadas a celebrar en una ciudad con un volcán en activo? ¡Nadie, se lo aseguro yo, con mi larga experiencia puedo asegurarle que nadie!". "Exacto, y así está Sicilia y así está Barcelona y quien dice Barcelona dice toda España".

No, la subida al Etna no apaciguó los exaltados ánimos que la accidentada visita a Taormina acabaron de espiritar, de modo que, durante la cena, a punto estaban de caer en la agresividad. Cierto que debía de influir el hecho de llegar a la noche con el estómago insatisfecho, ya que el almuerzo libre en Taormina se convirtió en un peregrinaje de casi cuarenta viajeros por todos los restaurantes del centro de la localidad, en los que no se les admitió teniendo en cuenta el número de comensales, sus exigencias de comer caliente y a la carta, y que el grupo irrumpía en los locales a una hora intempestiva desde el punto de vista de las costumbres del lugar. Y, al mal temple de tener que ir a visitar las ruinas del teatro grecorromano sin haber comido, hubo de añadirse la irritación que les produjo encontrarse con la media docena de viajeros, entre los que se encontraban el sr. y la sra. P., que, despegados del grupo al llegar a la ciudad, sí habían conseguido comer. "¡Mira tú, la mosquita muerta!", exclamó la madre de Camila mirando de reojo a la sra. P., a quien lo de mosquita muerta quedó para el resto del viaje no sólo por haber conseguido comer a espaldas del grupo sino -hecho mucho más grave- por atreverse a desacatar la voluntad tribal y a traicionar al espíritu comunal en la cuestión referente a la compra de souvenirs: íbamos paseando -la sra. P., el sr. P., Camila y yo- por las deliciosas calles de la ciudad colgada sobre el Jónico, donde las villas clásicas de fachadas rosas, amarillas y ocreanaranjado se mezclaban con edificios con balcones renacentistas y restos de doradillos bizantinos, cuando el señor Sanjuán, Diego, dentista y el joven recién casado se nos acercaron para comunicarnos que: a) todo tenía un límite; b) la guía Marianna había recomendado una tienda de discos y casetes de música del lugar en la que se nos haría un descuento del 10%, pero c) seguro que de ese 10%, había un 5% de comisión para ella d) eso era corrupción, y e) como ciudadanos de la Comunidad Europea no podíamos f) contribuir a las actividades delictivas de la isla ni g) permanecer impávidos ante ellas, por lo que se había decidido h) no comprar en la susodicha tienda y i) denunciar, mediante carta firmada por todos los integrantes del grupo, la acción de la guía Marianna a la agencia para la que trabajaba. La sra. P. no sólo dijo que no pensaba firmar nada, sino que, ante la expresión herida del señor Sanjuán, Diego, dentista y el joven recién casado, me preguntó:

-Ya recuerdo qué quería comprar. ¿Nos acompaña a esa tienda de música isleña?

Continuará

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_