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Petulancia fascistoide

Lo adjetivo está sustituyendo a lo sustantivo, la forma al contenido. Lo importante es la contundencia con la que se afirma una idea, no tanto su fundamentación; el gesto ha arrinconado a las ideas.Este es un terreno abonado para la petulancia, y aquellos que la practican tienen grandes posibilidades de ser importantes protagonistas del, momento. Bastaría con un simple repaso a lo que ha sido, informativamente hablando, este periodo vacacional, para percatarnos de que la estridencia ha sido lo más premiado, desde el punto de vista de su repercusión periodística. El sosiego, el desarrollo de planteamientos que intenten profundizar en la razón última de los hechos se han visto totalmente marginados, olvidados o, en todo caso, minusvalorados.

Ello no sería tan grave si. nos encontráramos en una sociedad más asentada, más madura en el ejercicio de sus derechos y deberes democráticos. Pero en estas circunstancias la petulancia adquiere una peligrosidad especial. Es el primer paso de la intolerancia y muy a menudo la manifestación del hombre superior que no necesita del razonamiento, porque le basta con su puro convencimiento. El simplismo ha sido siempre la base del totalitarismo; la expresión airada ha sido siempre la base en que ha descansado la crítica que cuestiona los fundamentos de la convivencia democrática. Lo importante no es saber quién tiene la razón ni dónde está, sino afirmar vehementemente que la razón está exclusivamente en las palabras del que habla.

La petulancia, vecina de la ignorancia -¡qué atrevida es la ignorancia!-, se está adueñando del panorama político y social español. Se olvida que saber escuchar está en la esencia de lo democrático, que la duda está en el origen de la reflexión, que el pluralismo no es únicamente reclamar la victoria, sino, sobre todo, aceptar la decisión de la soberanía popular.

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Personajes abrillantinados envuelven sus manifestaciones con la misma brillantina que acompaña la envolvente. La apariencia, el denostar al adversario, ridiculizarlo, ensañarse con sus debilidades, son características que acompañan los primeros escalones de las actitudes fascistoides.

Un personaje puede irritadamente apelar a que se le proteja en la independencia de su función, que en su planteamiento es tanto como eximirle de la crítica, pero a la vez es capaz de destruir, sin argumento de clase alguna, un proyecto legislativo del Gobierno. "A mí, no me critiquen, pero ustedes no tienen ni idea". Es la chulería en la que muy a menudo la petulancia, cuando es pobre, se acaba convirtiendo. Que un prestigioso y estimado intelectual se atreva a sincerarse en relación con lo que para él representó, en su día, el fenómeno de los GAL, no abre una polémica sino que autoriza para destruir al personaje. Con el agravante de que, en algún supuesto, quien se lanza a esta aventura destructiva es el representante por excelencia de la ideología de la razón de Estado, que ha escrito tantas páginas de terrorismo en la reciente historia de la Humanidad. Ya no hay espacio ni para la reflexión, ni para el pensamiento en libertad; la discrepancia es sustituida por el menosprecio y el insulto.

Un empresario, de honrada trayectoria, no tiene reparo en este clima en afirmar que el bien común o el interés general no son sino excusas de las ideologías autoritarias para impedir el desarrollo individual. Y no se queda aquí la reflexión, sino que anatematiza y condena a todos cuantos se hayan atrevido a postular la necesidad de un proyecto colectivo que descanse en la voz y en los intereses de una mayoría. Los calores del verano han dado rienda suelta a la pasión. Sería mejor entenderlo así; que sólo en la climatología se encuentra la base de esta explosión de petulancia arrogante. Porque sería muy malo para nuestra sociedad que este fenómeno arraigase en nuestros comportamientos. Sería la invitación a la radicalización y a la división; seria una forma de instalarnos en la confrontación, en detrimento de la convivencia democrática.

Ciertamente, no puede negarse que la coyuntura actual española tiene una enorme complejidad y favorece un clima de tensión excesiva. Los problemas no son menores y representan muy a Menudo manifestaciones extremas de situaciones de debilidad social e institucional. Pero, precisamente por ello, debería hacerse un esfuerzo a favor del sosiego y de la prudencia en la forma. En las situaciones de normalidad, cualquier estridencia destaca y es perceptible como algo anómalo o insólito; en situaciones más tensas, la petulancia, la intolerancia, la contundencia crítica suelen o pueden convertirse en la actitud ordinaria. Éste sería un grave riesgo , para la democracia española: como mínimo, hemos de comprender que estamos viviendo una situación en la que, incluso en las formas, estamos instalados en la excepcionalidad.

Si no llegáramos a esta conclusión, se estaría abriendo en nuestro sistema democrático una profunda fisura, cuyas consecuencias se extenderían o podrían extenderse mucho más allá del momento presente. Estos son los deberes que habremos de superar en este otoño cargado de incógnitas y problemas. Que cada cual asuma su responsabilidad; pero que el resultado sea un mayor arraigo del respeto democrático en nuestra sociedad, y, sobre todo, una mayor capacidad para hacer descansar en los conceptos, más que en el gesto, las bases de la discrepancia política.

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