Dios
En el campo suceden muchas cosas. Ahora mismo se ha detenido sobre el teclado del ordenador un saltamontes que mira con un ojo lo que escribo y con el otro me contempla a mí. Es evidente que no sabe lo que ve, pero no importa porque no mira para él, sino para alguien lejano: para Dios. Dios está ciego, de otro modo no se entiende que haya creado tantos ojos, y tan diferentes, para controlar el universo. La suma de la mirada del saltamontes y la mía arroja un resultado de superficies horadadas y cuerpos cavernosos por cuyos túneles se arrastra Dios intentando entender su creación.Le grito al saltamontes que se aparte, pero no me oye. Quizá sea capaz de recibir el roce de una babosa sobre la hierba, pero no me llega mi voz, como a mí no me llega el ruido de sus mandíbulas al masticar. Los dos oímos para otro: para Dios, sin duda, que está sordo. Por eso ha llegado el mundo de insectos, mamíferos, aves y reptiles que graban toda clase de sonidos y conversaciones para él. La suma de lo que recogen mis oídos y los del saltamontes es la sinfonía con la que se desayuna Dios, mientras huele la mañana con nuestro olfato.
El saltamontes ha recogido un resto orgánico del teclado del ordenador -quizá una escama microscópica de la yema de mis dedos- y lo mastica al tiempo que yo trago saliva. ¿Comeremos también para Dios?, me pregunto. Dios no soporta no tener estómago, por eso ha llenado el universo de abdómenes especializados en digerir para él. Dios carece de vista, tacto, oído, olfato, gusto. Quizá no existe, así que para tapar esa carencia atroz ha llenado el universo de anélidos, lamelibranquios, vertebrados, acéfalos, reptiles... Todo te parece poco si no existes, y demasiado si un día, al asomarte a los ojos de un insecto, comprendes que aunque es él el que te mira, es otro el que te ve.
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