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Tribuna:INTRIGAS DE VERANO
Tribuna
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La coleccionista de arte (1)

Mi padre me enseñó a ser invisible, invisible y silenciosa. Mi padre exigía silencio a su alrededor. Siempre estaba en casa mi padre, y las dos criadas y yo procurábamos movernos sin un ruido, como andando sobre las aguas. Los ruidos torturaban a mi padre y cuando hacías ruido mi padre et torturaba: era mejor ser silencioso, que no te viera mi padre. Porque mi padre podía torturarte y abrazarte, y pedirte que lo acompañaras en su despacho, y oprimirte con sus larguísimos silencios, aquel silencio que no era un alivio, sino un dolor.Si mi padre estaba de malas, era mejor que no oyera que andabas por la casa; si estaba de buenas, que no te oyera también era mejor: que no te viera ni oyera. Te abrazaba y te pegaba un olor agrio y dulzón, a colonia, el olor que lo aprendí con el tiempo, era olor a ginebra, como aprendí con el tiempo que se acostaba, mi padre, con la menor de las criadas. Yo aprendí a ser silenciosa en casa de mi padre. Aprendí a ser invisible. Yo era imperceptible porque no tenía nada que ocultar, y así soy casi siempre. Y asi soy en los hoteles de pasillos rumorosos. Y creía ser invisible e inaudible, imperceptible, cuando atravesaba el pasillo del Albergo Dogana, en Roma, cuando la puerta de la habitación 106 se abrió, y una voz me llamé.

Yo no tendría que haber estado aquella noche en el Albergo Dogana. Estaba en Roma porque la sociedad Kraft & Liebing había seleccionado mi proyecto para una gasolinera en un concurso convocado entre arquitectos europeos. Me habían invitado a asistir al fallo del concurso. El jueves 28 de julio me esperarían en el aeropuerto intercontinental Leonardo da Vinci. Tenía reservada una habitación en el Albergo Minerva. Salí del aeropuerto de Sevilla, hice transbordo en Valencia y, cuando llegué a Fiumicino, nadie me esperaba. Busqué mi nombre en los avisos a los viajeros recién llegados, Mister Krausser y Mister Berve y Signora Gracia, pero en ningún cartel leí mi apellido, Señora Cohen. Esperé, porque quizá se había retrasado el mensajero de la sociedad de las gasolineras, pero nadie llegaba y nadie llegó.

Le di a un taxista la dirección del Albergo Minerva, en Piazza Minerva. Aunque eran más de las nueve de la noche, había tráfico en la autovía Fiumicino-Roma en aquellas vísperas de agosto, como si los romanos huyeran de Roma por aquel camino. Yo estaba cansada. Me daban sueño los mismos coches nunca repetidos y el silencio dentro del taxi. Y me dormí, entre el deseo de mirar y el deseo de cerrar los ojos, entre el agotamiento del viaje y la curiosidad excitada que Roma me produce siempre.

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Abrí los ojos y vi el obelisco y el elefante blanco de Piazza Minerva, la fachada blanca de la iglesia y la fachada del hotel, y, por primera vez después de mucho tiempo, me sentí feliz. Estaba en el Albergo Minerva, donde tenía reservada una habitación. El recepcionista comprobó la lista de reservas. Era la primera vez que yo iba a dormir en el Albergo Minerva, el hotel de las dos columnas de madera a la entrada, el hotel donde habíamos soñado pasar algún día unas vacaciones mi marido y yo. El recepcionista revisaba de nuevo la lista de reservas, porque mi nombre no aparecia.

-¿Cómo me ha dicho que se llama, señora? Repetí mi nombre, y mi nombre siguió sin aparecer. La organización del concurso de arquitectura debía haberme reservado una habitación, le expliqué al recepcionista. Pero nadie me había recogido en el aeropuerto, y quizá nadie me había. buscado alojamiento, y ya me veía sola en Roma, sin hotel, sin un sitio donde dormir.

-¿Cómo se llama la sociedad que debería haber hecho la reserva?

Dije el nombre de la sociedad, y, en efecto, había tres reservas a nombre de la Kraft & Liebing, sí, pero ninguna a nombre de la señora Cohen. Y lamentablemente no contaba el recepcionista con ningún teléfono ni ninguna dirección de aquella sociedad, aunque podía buscarla en la guía telefónica.

-Sí, por cortesía, haga lo que sea.

Pero sólo encontró teléfonos que no contestaban. Y no había ninguna habitación libre en el Albergo Minerva, y yo me alegré porque, aunque hubiera habido una, ¿tenía yo dinero para pagarla? Le pedí al recepcionista que me recomendara un hotel cerca, un hotel que no fuera muy caro. Volvió a usar el teléfono. Todos los hoteles a los que llamaba estaban completos. Ahora recuerdo a aquel hombre así: una sonrisa de dientes afilados y muy blancos, un blancor que contrastaba con los labios oscuros y la piel morena de lámparas de gimnasio. Reía a carcajadas, me miraba y trataba de controlar la risa. Me sonreía. Yo no oía lo que hablaba, pero parecía hablar de mujeres con otro hombre.

Me había encontrado una habitación en un hotel de Via di Pietra, muy cerca. Puede ir andando, pero si quiere le pido un taxi, o la acompaña alguien, me dijo el recepcionista. Conozco Roma, le dije; no hacía falta que me acompañaran. Le rogué que si aparecía algún representante de la sociedad de gasolineras le diera mi dirección. El recepcionista volvió a preguntarme mi nombre. Yo sentía un cansancio infinito. Mientras esperaba que mi nombre surgiera en la lista de reservas, había caído sobre mí todo el cansancio del viaje y de los últimos meses de peleas y reconciliaciones con mi marido.

Otra vez dejaba atrás el Pantheon, la Piazza della Rotonda, como hacía menos de dos años, como si estuviera adentrándome en el pasado. El adivino alemán me lo había dicho en aquella misma plaza:

-Un día volverás a este mismo sitio, y volverás a cruzarte conmigo.

-¿Seguirá usted aquí?

-No, no te cruzarás exactamente conmigo, sino con mi vida, porque yo estaré lejos.

-¿Muy lejos?

-Habré vuelto al sitio de donde vine.

Ahora cruzaba la Piazza della Rotonda, pero no veía al adivino, ni a casi nadie, porque la plaza se despoblaba a mi paso, como si el pasado fuera un asunto solitario, y mucho más despoblada encontré Vía Pastini, donde las pisadas sonaban más y parecían de dos o tres personas, aunque sólo eran mis pisadas, y la tiniebla era más grande entre dos paredes estrechas. Quizá me había confundido de calle, porque no desembocaba nunca en la Piazza di Pietra. Una misma noche es muchas noches: la noche apacible de los últimos turistas en las terrazas de Piazza della Rotonda, y aquella noche mía, extraviada: como si, guiándome con una luz por un corredor, de pronto se: hubieran llevado la luz y me hubieran dejado sola. Y seguía haciéndose de noche cuando llegué a la Piazza di Pietra. 'Siempre he sentido aprensión frente a las altísimas columnas negras del Palacio de la Bolsa, las ruinas del Hadrianeum.

Así llegué al Albergo Dogana, en la angosta Via di Pietra, donde me dio la bienvenida un hombre de pelo blanco y amplia sonrisa, una sonrisa de planes satisfactoriamente cumplidos. Yo tenía ' entonces, y ahora mismo me parece volver a tenerla, la sensación de vivir una noche que no me pertenecía, en un hotel que no era mi hotel.

-Usted debe de ser la señora Cohen. Ya tiene preparada su habitación.

La puerta se había quedado entreabierta, y se oían voces de gente que se resistía a meterse en sus casas a las diez de la noche, casi en agosto. Le di mi pasaporte al recepcionista de pelo blanco, firmé la ficha del hotel, le dije que iba a salir, que me guardara la bolsa de viaje. Claro que sí, me dijo. Y sonreía más, como si se alegrara de que yo hiciera precisamente aquellos movimientos.

Si entonces hubiera subido a mi habitación y me hubiera acostado, no me habría visto mezclada en nada de lo que sucedió luego. Pero dejé la bolsa en recepción y volví a la calle, y encontré Via del Corso vacía, y vacíos bajaban los autobuses por Via del Plebiscito. Elegí un bar en la esquina de las dos calles, frente a la Piazza Venezia. Yo estaba sola, y un muchacho barría detrás del mostrador. Comí algo, bebí. Tenía la sensación de estar libre. Aquella soledad en el bar era un consuelo: como si de pronto hubiera dejado de ser yo.

Volví al hotel. Eran las once de la noche. Había un coche negro a la entrada de la Piazza di Pietra: un hombre con un negro pañuelo corsario sobre el cráneo afeitado, con un brazo sobre la puerta abierta del coche, les bisbiseaba alguna cosa a dos muchachos completamente de negro, musculosos y peinados con brillantina. Cuando el hombre del pañuelo le entregó a uno de los muchachos algo que cabía en un puño, aparté la vista, pero antes vi los ojos muy pintados del muchacho. Pedí la llave de mi habitación, la habitación 108, recogí mi bolsa, me negué a que me acompañara nadie, porque no me gusta dar propinas inútiles Ponía el pie en la primera escalera, y el recepcionista me dijo:

-¿Está usted bien?

Entonces me di cuenta de lo cansada y desolada que me sentía, mientras el recepcionista de pelo blanco se ofrecía a prepararme una taza de té, un vaso de leche, un batido de helado, lo que yo quisiera: la compañía inesperada del recepcionista aumentaba mi desolación. Se llamaba Rinaldi.

-No dude en pedirme lo que necesite, señora Cohen.

Y, apretando en la mano la aspirina efervescente que Rinaldi me dio por fin, subí las escaleras hasta el primer piso, y recorrí el pasillo silenciosamente, y mi silencio aumentaba el silencio irreal del hotel, un silencio de mil ruidos mínimos que atraviesan puertas y paredes espesas. Yo, que sé ser invisible y silenciosa, añadía mi silencio a la noche del hotel. Tenía que estar en el Albergo Minerva, y estaba en el Albergo Dogana, donde no debía estar.

Una puerta se abrió a mi espalda. Oí el chasquido de la cerradura. Me volví: había luz en la rendija, la sombra de alguien que entreabría la puerta. Quizá me espiaban: yo no era tan invisible e inaudible como quería ser. Quizá la sombra averiguaba quién iba a dormir a su lado, quién iba a pasar la noche en, el mismo pasillo, cómo era la extraña a quien oiría toser y orinar, abrir y cerrar puertas, arrastrar sillas. Seguí adelante y, acompañada por aquellos ojos que yo no veía, sentí más que nunca la soledad de los hoteles, la anchura de un lugar donde ningún conocido sabe que te encuentras. Y entonces me llamó la mujer:

-Signora, signora.

Me volví. Me sonreía desde la puerta entreabierta, entre la luz de la habitación y la luz más oscura del pasillo. Era una mujer, no, era una muchacha mal peinada, mal maquillada o con el maquillaje deshecho. No me sonreía: la boca se desfiguraba poco a poco, como una foto sobre la que hubieran vertido una gota de disolvente. Tenía un ojo morado y amarillo, un golpe viejo. Y una sombra se le acercó por detrás, dentro de la habitación, y vi al hombre alto, la mano en el hombro de la muchacha, no una mano violenta, sino una mano suave, afectuosa, absorbente.

-Señora, señora, ayúdeme.

Fue un susurro que se apagó al cerrarse la puerta. Yo estaba en el pasillo, con la bolsa de viaje en una mano y una aspirina en la otra, como si el tiempo se hubiera parado y me hubiera sorprendido en el pasillo de un hotel de Roma. No sabía qué hacer. Odio las peleas matrimoniales: marido y mujer acaban abrazándose, despreciándote juntos por haberte inmiscuido en sus vidas. Pero odio más los ojos morados: había algo que me llamaba al interior de aquella habitación, la habitación 106. Así que puse el oído en la puerta y oí un murmullo de amantes, sollozos de mujer y sollozos de hombre, y algo que pudo ser una carcajada chillona. El amor es inexplicable: lloraban, y hablaban del pintor Giorgio de Chirico.

(Continuará)

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