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Defensa del político

Los que carecemos de temperamento político sentimos una cierta admiración por los que si lo tienen, convencidos de que es condición fundamental para el bienestar de un país el disponer de personas eficaces en ese oficio tan indispensable. Por ello, denostar la clase política en su conjunto, como vienen haciéndolo escándalosamente determinados medios de comunicación, es una de las frivolidades más peligrosas que puede permitirse una sociedad democrática. Es cierto que España no ha tenido suerte con sus políticos y gobernantes -entre los cuales no hay por qué excluir las épocas sombrías de los dictadores- y que ésa ha sido la causa principal -no la única, pues todo pueblo tiene el gobierno que se merece- de que, a diferencia de las otras naciones europeas, no haya tenido la nuestra su siglo XIX, entrando en la modernidad cojitranca y hambrienta. Pero esa evidencia retrospectiva no debe ocultar el hecho de que nuestra reciente transición política -de 1975 a 1985- ha sido un ejemplo de inesperada madurez política, al confluir varios políticos, procedentes algunos del antiguo régimen y otros de una activa oposición a él, en una común clarividencia de lo que había que hacer para pasar en paz de una larga dictadura a una nueva democracia. Gentes en su mayor parte pertenecientes a las nuevas generaciones, animadas por un Monarca que era igualmente joven. No hace falta citar nombres que están en el ánimo de todos."Ante todo", ha dicho Octavio Paz, "debe aceptarse que la democracia no es un absoluto ni un proyecto sobre el futuro: es un método de convivencia civilizada". Y por supuesto que debe limitarse a ser norma del derecho político sin pretender exagerarse en otros campos. de la vida donde no tiene nada que hacer. Para aquél, su único buen fin, lo esencial de un régimen democrático -como decía Popper- es que los ciudadanos, por medio del voto, puedan cambiar de aritmética parlamentaria y, por tanto, de gobierno. Lo cual implica que esté muy clara la ley electoral y el ritmo de las elecciones y que la Constitución no permita periodos de excepción indefinidos.

Lo más difícil en las democracias es que exista un partido netamente de derechas o un partido netamente de izquierdas que no aspiren en el fondo al autoritarismo, a gobernar por decreto o, incluso, a la dictadura. Defender una cierta concepción de la vida nacional, una determinada moral pública, no sólo supone impregnar de ellas el fondo de las ideas políticas, sino también la forma de llevarlas a buen fin. Pero ello exige que respondan a las creencias e ilusiones de la mayoría del país, sin cuya sintonía ningún partido democrático llegaría a gobernar. Mas en tiempos de crisis históricas como la que vive el mundo actual, cuando los antiguos valores se han ido difuminando, es difícil encontrar los valores nuevos -hay pocos resucitables- que faciliten una estructura estable de la sociedad. En esa situación, son los líderes los que han de descubrir a la gente, qué es lo que de verdad ésta quiere y qué porvenir debe anhelar, y con ello han de inventar su propia doctrina. Es decir, tienen que tener pensamiento además de dotes de acción.

Justamente los grandes temperamentos políticos saben decir a la gente lo que ésta espera oír y saben producir en ella la ilusión de estar en lo cierto. Con cierta habilidad -propia de todo político diestro- para convencer a sus entusiastas de qué es lo que va a pasar y, luego, convencerlos igualmente de que aquello no podía suceder.

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"El error más corriente en todos los hombres de Estado", le confesaba el general De Gaulle a Edgard Faure en el trágico verano de 1958 cuando la guerra de Argelia, "es creer a machamartillo que existe en cada momento una solución a cada problema. Hay problemas que, durante ciertos periodos, no tienen solución".

En casos tales -añado yo- hay que saber esperar... aunque no se alberguen grandes esperanzas. Son momentos de equilibrio inestable -como el que vive actualmente la democracia española- en los que suele ser muy deseable la existencia de un tercer hombre, capaz de lograr el consenso entre las dos opciones principales, pero ninguna quizá mayoritaria, pues, como decía Raymond Aron -extraordinario pensador político muchos de cuyos libros tuve el privilegio de publicar en Espana-, "en política se puede elegir al enemigo, pero no a los aliados: a veces ésos son forzosos

La política -nos enseñó Manuel García Pelayo- "es siempre conflicto, lucha, entre el poder y la convivencia, entre la justicia y el orden, entre la voluntad y la razón, entre la permanencia y él cambio". Es la actitud política, opuesta a la intelectual, la cual contrapone la realidad y su interpretación, la verdad y la apariencia, la sorpresa y el aburrimiento, el misterio y la revelación.

Si un político concilia ambas virtudes de acción y contemplación, podríamos tener el perfil del político ideal, capaz de alcanzar la unidad de los contrarios en que consiste Ja acción política. El buen político utiliza, a la vez, su inteligencia y su intuición. No le bastan los sondeos, que, aparte de abarcar siempre escaso margen de porvenir, son, como el antiguo apuntador desde su concha del escenario, el eco antes que la palabra (y a veces la palabra sale respondoria). Pero la política auténtica -permítaseme citar a mi padre cuando hablaba de Mirabeau- practica, a la vez, "un impulso y un freno, una fuerza de aceleración, de cambio social, y una fuerza de contención que impida la vertiginosidad". Algo de esto lograron los políticos de la transición, muchos de los cuales se han dado, a mi juicio, prematuramente de baja en la futura política española.

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