Comprar una camisa
Recuerdo la relamida y tierna fórmula de gratitud y cortesía con que los empleados de comercio remataban la transacción, espabilando la lazada del envoltorio: "Con sumo gusto y fina voluntad". Era el primer tercio del siglo, cuando en esa y otras actividades había jerarquías: aprendiz, dependiente, encargado y dueño. Los primeros cobraban en enseñanza y prosperaban por la senda empinada de la experiencia.Comenzaba la jornada de buena mañanita, cuando los barrenderos y la mangarriega charolaban las calles, aromadas por los tostadores de café en plena acera y el olor a serrín húmedo que se barría desde las tiendas. Artes y oficios; no hay una sin el otro y es camino errado el que no empieza desde abajo. "Hasta el ver tiene su aprender", sentencia el casi siempre acertado refranero.
El otro día hube de adquirir una camisa veraniega, de manga corta. Expresé el deseo al joven qué me interpeló: "¿Qué número gasta?". Comprendí lo que quería decirme, aunque, desconocía la respuesta correcta. Al azar, respondí: "Creo que el 50", lo que debía ser una barbaridad y una inexactitud, pues parece referirse a la nomenclatura de los pantalones. "Bueno", rectifiqué, ante la reprobadora mirada", quizás sea el 39 o el 40", media de los zapatos.
Admito que entre las obligaciones del contribuyente está la de saber el perímetro de su pescuezo, por difícil de retener que parezca. El dependiente pasó una cinta métrica por el lugar adecuado y decidió que me correspondía cierto modelo. "¿Desea probárselo?", sugirió con cierta desgana. "Como quiera. Quizás por encima...".
Desprendió una considerable cantidad de alfileres, cuya abundancia nunca encontré justificada. Al adosarla a los hombros, quedó de manifiesto que el contorno exterior de mi gaznate no guarda relación con el volumen de la tripa, sobrevenido no recuerdo cuándo ni por qué. "Algo pequeña", aventuré un poco avergonzado.
Convino en ello y trajo otra. Pagué, y, al llegar a casa, reinicié la tarea del desprendimiento de alfileres -nueve- para comprobar que la prenda le hubiera resultado holgada a Orson Welles en la última época. Alcancé a pasarla cabeza, sin desabrochar el cuello y, de entre las mangas, flotaban los brazos, ocultos hasta el codo. Con los faldones podía cubrirse la arboladura de un barco velero.
No tengo inconveniente en admitir que las magnitudes hacia las que ha derivado mi anatomía, son decepcionantes, y bien que lo lamento; pero tampoco soy un espectáculo de feria, sino un tipo regordete, cuyas proporciones corporales apenas destacarían en una playa nudista. Fue en la ulterior visita a los almacenes para sustituir aquella tienda de campana con botones cuando pude comprobar la mortecina profesionalidad del vendedor. Sin comentarios, ni reproches, tras pincharse un dedo con algún alfiler mal colocado, aportó las tallas inmediatas, de entre las que -embargado por un incómodo complejo de culpabilidad- escogí una, y me di a la fuga.
Suelo ser condescendiente conmigo mismo -sentimiento más extendido de lo que informan las encuestas- y consideré a los fabricantes de camisas en el capítulo de las gentes sin imaginación, muy deficientemente informados acerca de la morfología de los españoles adultos. Los dependientes tampoco disfrutan de esa cualidad apreciadora que indica, a primera vista, cuál es el modelo de camisa adecuado. Dios me libre de que estas palabas sean interpretadas como crítica al respetado gremio; suelen ser personas, en los ambos sexos, de buena voluntad, aunque de inapreciable experiencia.
Falta aprendizaje, o sea; gente que enseñe al que no sabe. La tendencia a mangnificar el pasado induce a la afirmación de que, en aquellas mejor estimadas épocas, el cliente era un ser pasivo entre las competentes y honradas manos del profesional. "He aquí", deducía el prestigioso comerciante, "un caballero que precisa la talla cuatro, o una dama que calza el 36 ancho...". Era el trato personalizado, no la fabricación por millones en las vergonzosas factorías del Sureste Asiático. Quienes nos salimos del modelo clónico estamos obligados a pechar con las existencias almacenadas. La experiencia me recuerda que al cuello idóneo suelen corresponder unas mangas que llegan a la rodilla.
Seremos iguales ante la ley, ante las urnas y ante la muerte, pero rara vez en el departamento de camisería. No soy la excepción; mi condiscípulo Bernab, ciertamente desgarbado, maldice sus largos brazos, cuyas huesudas muñecas sobresalen en todas las ropas confeccionadas. El mundo, dicen, camina hacia las epecializaciones, excepto, afirmo, en esta actividad, en la que los encargados de manufacturar y vender camisas no atinan con la que nos cae bien.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.