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Tribuna
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Osadía de los novelistas

La conversación y el diálogo con los otros ocupa cierta parte de nuestra vida. En ese intercambio de frases nos cruzamos preguntas y respuestas en busca de señales de entendimiento y apoyo. Casi todas las preguntas que nos hacen son más o menos predecibles y fáciles de contestar, preguntas que no requieren un gran esfuerzo de concentración para ser contestadas y que, en caso de ser contestadas mal, no hacen que se tambalee el mundo, porque su objetivo no era tanto aprender como confirmar, no encontrar una verdad insustituible sino una opinión para seguir moviéndose cada uno en la dirección que ya se había marcado.Este tipo de preguntas es el que se nos hace habitualmente a los novelistas. Son pocas, muy pocas, las veces que alguien nos hace una pregunta que de verdad importe, que obligue a meditar antes de salvarla de cualquier manera. Recientemente, un entrevistador me hizo una de estas preguntas que se convierten en sondas y, que suelen contestarse con titubeos, porque la respuesta no está preparada. "¿Hay alguna novela", me preguntó, "que todavía no pueda escribir porque necesita saber algo que ahora desconoce?".

En ese momento yo estaba escribiendo una novela cuya protagonista, una mujer, había rebasado mi edad, y empezaba a preguntarme si no debía esperar a tener yo también los años de ella para poder entender y describir las emociones y pensamientos que la llenaban. De manera que contesté afirmativamente, y sorprendida de la perspicacia de mi interlocutor. ¿Cómo había adivinado, presentido, la encrucijada en que ahora me hallaba?, ¿cómo había formulado tan bien mi gran incertidumbre? Y cuanto rnás pensé en aquella pregunta, más profunda me pareció, por que, aunque en aquella ocasión yo había sentido eso con gran intensidad, no tenía sino recordar los periodos de génesis de otras y, sobre todo, antes de escribir ninguna, cuando tan sólo anotaba títulos y me decía que eran muy pocas las cosas que yo sabía de la vida y que para escribir había que esperar un poco.

Pero sucedió que en un momento dado mi deseo de escribir sobrepujó a ese sentimiento, bien certero por cierto; de. ignorancia, y decidí inventar. Tal vez, tenía ya la impresión de que este territorio de la literatura era, comparado con otros, enormemente libre y personal, porque así como en otras profesiones había que Saber cosas muy precisas antes de ejercerlas, en la ficción no se requería título y la preparación se la procuraba uno como pudiese. Puede que para todo se necesite una dosis de temeridad, pero creo que la dosis necesaria es mayor en cualquiera de las artes, precisamente porque las normas y las restricciones dependen de uno mismo.

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De manera que me atreví a inventar y, sin decírmelo, aprendí que el atrevimiento era el sucedáneo del conocimiento. No sólo eso, sino que en ocasiones era su camino. A través de las novelas que yo misma escribía he tratado de conocer a los personajes y creo que he aprendido de ellos. Es curioso, pero la sensación inversa, aprender antes de escribir, que había sentido en el pasado, se había ido evaporando, cada vez más convencida de que era escribiendo cuando aprendía, no ya sólo lo relativo al oficio, sino de la misma vida. La literatura me daba, por así decirlo, clases de vida. Y no había que extrañarse demasiado, porque sabido es que los libros enseñan. ¿Ha de ser el propio libro una excepción?

Sin embargo, la pregunta del entrevistador me remitía a mis pasadas -no sobrepasadas- sensaciones de ignorancia, que ahora, con la novela que tenía entre manos, habían vuelto a invadirme. "Sí, tendré que esperar , dije, "hay muchas cosas que todavía no sé". Pero luego me fue difícil, a pesar de mi ignorancia, dejar de escribir, y seguí escribiendo, y relaté episodios jamás vividos e idee, sensaciones que no sé si tendré jamás, y volví a pensar que aprendía, escribiendo, como si viviera, convencida de que el engaño y la ficción me enseñaban, despreocupada, en fin, de mi ignorancia.

No deja de sorprenderme que se necesite cierta despreocupación para aventurarse en el territorio literario, y una como suspensión de la sabiduría, si ésta se tuviera. Pero si no fuera así, sólo escribirían los sabios, y para demostramos lo que ya saben. No existiría la ficción, y todos los libros serían manuales, sin ningún lugar para la improvisación, y menos aún para la poesía.

Pasado el tiempo, creo que la pregunta que en aquel momento me pareció tan pertinente, porque me obligó a detenerme y a pensar, quizá fuera hecha, como tantas otras, por mero ritual, por comprobación. Quizá no era tan distinta a las que con más frecuencia se formulan en los coloquios. ¿Cuándo empezó a escribir?, ésta es de luego, la pregunta que no suele faltar. Se mire por donde se mire, este dato, el momento en que cada escritor empezó a escribir, no sirve para mucho. ¿Por qué, entonces, se hace esta pregunta? Creo que responde a una curiosidad muy elemental, la curiosidad de quien, más que saber, quiere comprobar algo. Creo que el que la formula es, quien más, quien menos, escritor, y sabe, él si, cuándo empezó a escribir y desea comprobar si su caso es similar al del escritor más o menos consagrado a quien tiene delante. Las preguntas de los coloquios son de este tipo, comprobaciones. La mayor parte de las veces van encaminadas hacia la respuesta general de que todos podemos ser escritores. De manera que, probablemente, el que me preguntaran si había algo que todavía no sabía y debía esperar a conocerlo para escribir una novela era también una comprobación. Tenía que decir que sí, necesariamente. Para la novela que queremos escribir nunca estamos lo suficientemente preparados.

Sin embargo, se puede hablar y escribir bastante bien sobre algo que se conoce muy poco. Éste es el arte de la persuasión. Es lo que hacemos los novelistas cuando escribimos ficción, que consiste precisamente en eso, en inventar, en hablar de lo que no se sabe, en abandonarse a esa intuición o pretensión de sabiduría. Pero quizá esta práctica tenga una consecuencia negativa sobre nuestra personalidad, quizá los novelistas, que tenemos que ser osados por necesidad cuando escribimos las novelas, deberíamos dejar a resguardo nuestra osadía cuando expresamos nuestras opiniones sobre cualquier asunto. Seguramente, el enorme prestigio que la palabra tiene entre nosotros contribuye a hacer más confuso el panorama. Sólo por el hecho de saber expresarse, más aún si es por escrito, las personas gozan de gran credibilidad y renombre. Sin embargo, el saber expresarse, incluso si es por escrito, no implica necesariamente conocimiento. Pero como esta habilidad o arte suscita tanta admiración, se le cree al novelista capacitado para tener opinión sobre todas las cosas, no de la vida, su terreno, sino del mundo, terreno mucho más cambiante y arduo, más efímero al fin. De manera que a los novelistas, fuera de los coloquios literarios, nos siguen preguntando cosas, muchísimas cosas, en la idea, imagino, de que alguien que sabe expresarse tan bien -eso nos dicen para espoleamos- tiene, en consecuencia, que tener opiniones sobre todo.

Y muchas veces, los novelistas, hay que reconocerlo, nos lanzamos con osadía al amplio ruedo del mundo, en el que no somos, ni mucho menos, especialistas. Quizá envalentonados por haber logrado escribir en las novelas sobre la gran y siempre desconocida materia de la vida, dejamos caer nuestras opiniones con mucha solemnidad. Opinamos sobre política, sobre arte, sobre pequeños o grandes aspectos de la política del mundo, sobre pequeños o grandes aspectos del arte que fluye, creyendo, tal vez, que son como la vida, que basta con la admirable intuición. Desde luego, tenemos, como cualquiera, todo el derecho a tener y a emitir nuestras opiniones sobre las grandes y pequeñas cuestiones del mundo de la política, el arte y la religión. ¿Quién nos lo podría negar? Pero lo tenemos como cualquier otra persona, no más que ella. A no ser que, como cualquier otra persona, además de escribir novelas, nos hayamos interesado por tal o cual asunto. Pero eso siempre se nota, porque el que sabe de algo es, por naturaleza, humilde y relativista. El hecho de que nos hayamos ejercitado en el arte (si es que siempre alcanza esta categoría) de la persuasión no nos hace poseedores de la verdad. Acaso corramos, en este aspecto, más peligro que los demás, porque, utilizando la herramienta, de la palabra con más o menos destreza, podemos llegar a convencernos de que nuestras frases correctas o ingeniosas, y quizá hasta bellas, encierran una verdad. Pero no hay tanta verdad en el mundo como buenas palabras o frases.

Este país nuestro, tan curioso por muchas razones, se caracteriza por este desaforado culto a la palabra. La capacidad de expresión se admira mucho más que cualquier otra cosa. Tal vez sea un problema de incultura, arras trado durante siglos; de complejo de inferioridad. La letra impresa, cuando no se puede descifrar, fascina. El latín, cuando no se puede entender, deslumbra. Tal vez se crea que quienes han dominado el mundo son los que saben hablar y saben, escribir. Pero no es así, muchos escritores podrían asegurarlo. Lo que sí es cierto es que quienes saben hablar y escribir dominan momentáneamente a susinterlocutores.

Pero muchas veces el dominio se edifica sobre la trampa y, si la palabra no deslumbrara tanto los interlocutores reaccionarían con mayor rapidez, con libertad. Porque la palabra, consciente de su poder, puede ser despótica, dogmática, sectaria. Ése es el peligro.

Como decía Anthony Burguess: "Los escritores, siempre hablando de lo que no saben...". Es así, es irremediablemente así cuando nos aventuramos por el amplio, ilimitado, campo de la ficción. Es así cuando, como cualquier otra persona, opinamos sobre tal o cual aspecto del mundo en que vivimos. No creo que los novelistas, por el solo hecho de desconocer la vida, de tener por delante tantas novelas por escribir y tantas cosas por aprender, debamos dejar de opinar. Por lo contrario, cuantas más opiniones se expresen mejor. Es evidente que los distintos puntos de vista desde los que puede observarse la realidad amplían nuestra visión del mundo. Baroja, gran discutidor, nunca dejó de expresar sus opiniones. Lo hacía con rabia y profundo subjetivismo, pero nunca pontificó. Huyó del tono pretencioso y solemne de quien se cree en posesión de la verdad, de quien busca adeptos y funda doctrina. Podemos compartir sus juicios o podemos rechazarlos, pero su tono nos reconforta. En su obstinación, es profundamente humilde. No se sube a una tribuna para hablar, no nos atruena desde los altavoces. Lo que nos dice lo dice de tú a tú, de igual a igual. De sus juicios y de sus opiniones aprendemos siempre.

Sospecho que muchas veces nos invitan a expresar nuestra opinión con el objeto de incrementar el ruido ensordecedor que nos rodea. Con no muy buenas intenciones, en fin. Tal vez para comprobar que los novelistas somos como todos, que hablamos por hablar, que escribimos por escribir, que compartimos con todos la simple fascinación por la palabra, que somos tan retóricos y falsos como el que más, que no somos sino aprendices, como todos, del arte de la persuasión. Que no buscamos, en fin, cuando nos asomamos al ruedo del mundo, las verdades que decimos perseguir a solas, las verdades que aún desconocemos mientras escribirnos novelas.

Soledad Puértolas es escritora.

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