Peleas entre delfines
El PSOE es el único de los grandes partidos de la transición que no ha cambiado de líder
Los socialistas viven estos días la agonía por la que ya pasaron las otras tres grandes fuerzas de ámbito estatal que ha generado la democracia española: Partido Popular y más específicamente su antecesora, Alianza Popular (AP), Partido Comunista de España (PCE) y Unión de Centro Democrático (UCD): el debate sobre la posible sustitución del líder histórico.En los demás casos, la sucesión fue una experiencia traumática. Pese a usar métodos diferentes, las tres operaciones conocidas resultaron fallidas, en la medida en que ninguno de los delfines consiguió estabilizar su liderazgo, lo cual da idea de la dificultad de unas operaciones inevitables, pero sumamente complejas.
La dictadura convirtió a los líderes de la transición en refundadores de partidos muy antiguos, como Felipe González en el caso del PSOE, y Santiago Carrillo, del PCE; o en fundadores en sentido estricto de nuevas organizaciones: Manuel Fraga, de Alianza Popular, y Adolfo Suárez, de UCD. Esta dimensión, probablemente irrepetible en el futuro, explica buena parte de los tumultos sucesorios.
Manuel Fraga dimitió como presidente de AP el primero de diciembre de 1986. Su sucesión fue un proceso larguísimo, que transcurrió a lo largo de tres años y medio, hasta la elección de José María Aznar en abril de 1990. Constó de dos fases: en la primera, Fraga se mantuvo neutral y dejó que el partido construyera por sí mismo una alternativa.
El fracaso de Antonio Hernández Mancha le hizo reconsiderar su actitud y volcó entonces todo su prestigio personal para abrir el camino a José María Aznar, uno de los cachorros a los que había criado.
Como en otras ocasiones semejantes, la caída de Manuel Fraga se debió sobre todo a unas expectativas electorales deplorables.
En aquél invierno de 1986, las grandes instituciones financieras habían llegado a la misma conclusión que buena parte de los dirigentes de Alianza Popular: Fraga nunca ocuparía el palacio de la Moncloa.
Unos meses antes, en las elecciones generales, había logrado un resultado muy decepcionante: 5.300.000 votos; 200.000 votos menos que en el año 1982, cuando su oponente Felipe González ganó por primera vez en las urnas por mayoría absoluta. Fraga tenía un techo, concretamente el 26% de los votos, un porcentaje que nunca supero.
A Fraga se le reconocía su labor como creador del gran partido de la derecha española, y la atracción electoral de los sectores más ultras. Pero esas virtudes no eran suficientes para desalojar a los socialistas del poder, que habían alcanzado con el el abrumador respaldo de diez millones de votos.
Como sucede habitualmente en estos casos, de inmediato aparecieron aspirantes a delfín y se formaron dos candidaturas. El triunfo de Antonio Hernández Mancha, un abogado del Estado procedente de Andalucía, sobre Miguel Herrero que había llegado del derribo de UCD, fue la revancha de los poderes regionales frente al aparato central, por el que se sentían agraviados.
Sin embargo,Antonio Hernández Mancha no consiguió resolver la tarea más ardua de todo sucesor: integrar a los sectores que no le han apoyado. Durante su mandato, Alianza Popular fue un hervidero permanente de intrigas.
Finalmente, la debilidad de su liderazgo dio alas a aquellos que pedían a Manuel Fraga que pusiera orden hizo en una operación en la que volvió a colocar las cosas en su sitio. De paso conseguía uno de los sueños de todo líder histórico obligado a dimitir: instaurar una herencia a través de la cual continuar influyendo.
La segunda mayoría absoluta de Felipe González se llevó por delante a Manuel Fraga, pero la primera (28 de octubre de 1982,) acabó con una trayectoria todavía más larga, la del secretario general del PCE Santiago Carrillo, durante años una leyenda, más que un dirigente político.
En noviembre de 1982, Carrillo pretendió designar a un sucesor provisional que tranquilizara las encrespadas aguas comunistas para volver después con un equipo reforzado. El resultado fue un absoluto fiasco.
El delfín, Gerardo Iglesias, un hombre de apenas 37 años, sin ninguna experiencia en la política nacional y acérrimo carrillista, se liberó de sus ataduras a las ( 48 horas de tomar posesión y quiso ejercer su cargo de secretario general sin ninguna cortapisa. Trece años después, Santiago Carrillo ni siquiera milita en el PCE. Iglesias ha desaparecido de la política, y es el sucesor del sucesor, Julio Anguita, quien domina la escena.Odiado con furor y venerado sin límites, pocos militantes comunistas se libraron durante 20 años del síndrome Carrillo. Las elecciones del 1982 fueron su final de trayecto. El partido comunista, que arrastraba una crisis crónica, debido al enfrentamiento sistemático de las tendencias internas, se convirtió entonces en una fuerza absolutamente marginal, con sólo cuatro diputados. Un millón de antiguos votantes comunistas dieron la espalda a una formación que podía mostrar las glorias del pasado, pero no encontraba su lugar en el presente.
Gerardo Iglesias era la solución de compromiso ideada por Santiago Carrillo para aplacar al ala renovadora del partido, que pedía cambios drásticos. El viejo líder controlaba con mano férrea la mayoría, de la organización. Pero perdió este respaldo. en cuanto abandonó la secretaría general. La decisión de Iglesias de pro curarse una apoyatura propia causó un inmediato corrimiento de lealtades. Poco podía hacer Carrillo al frente de un insignificante grupo parlamentario, sin ninguna incidencia en las decisiones nacionales.
En este caso, y no es el único, el delfín se enfrentó a su mentor, demostrando que en política, las bicefalias son sistemas de mando muy inestables.
No obstante, el liderazgo de Gerardo Iglesias fue siempre precario, asentado en un cruce de intereses más que en la aceptación de su autoridad. Durante su mandato se creó Izquierda Unida. Pero la organización no volvió a disfrutar de influencia real hasta épocas recientes.
La sucesión más traumática, sin embargo, ha sido la del primer presidente de la democracia, Adolfo Suárez. La sustitución de Suárez estuvo a punto de no consumarse, debido al golpe de Estado del 23 de febrero de 1981.
En realidad se trató de un doble relevo: Leopoldo Calvo Sotelo como presidente del Gobierno y Agustín Rodríguez Sahagún al frente de UCD.
Esta circunstancia pretendía facilitar el tránsito, pero resultó contraproducente. A los seis meses de ser elegido presidente, Calvo Sotelo entró en colisión con Rodríguez Sahagún, el hombre de confianza de Suárez. El sistema dual no funcionaba a gusto de nadie.
La confrontación fue terrible y aunque finalmente se impuso el Gobierno al partido, el coste fue la pulverización de la UCD.
Adolfo Suárez empezó a buscar. heredero en 1980, cuando la parálisis del Gobierno era completa, la crisis económica avanzaba desafiante y el terrorismo, apretaba. Si Abril Martorell aguantó el Gobierno como pudo, el partido se desflecaba por todas las costuras y las fugas de parlamentarios eran casi diarias. En estos términos, cada votación en el Parlamento se convertía en una cuestión de vida o muerte.
Suárez nombró entonces a Calvo Sotelo vicepresidente. Como en muchas de estas operaciones se trataba de encontrar a una persona que concitara el menor rechazo posible en el partido.
Además, el delfín debía dar respuesta a las dificultades mayores del momento: frente a la inquietud de los sectores económicos y militares se trataba de encontrar a un hombre con un perfil más nítidamente de derechas, que trasladara tranquilidad psicológica a esos sectores, muy inquietos con el rumbo que habían tomado las cosas.
Suárez pensaba retomar el liderazgo más adelante. Pero los acontecimientos del 23-F lo impidieron para siempre.
En estos momentos, sólo un partido, el socialista, no ha atravesado todavía por una fase similar. Felipe González medita estos días ceder el relevo a otro dirigente de su partido como cartel electoral, pero ya ha indicado que en cualquier caso no piensa abandonar la secretaría general del PSOE. Los precedentes en otros partidos le aconsejan cautela.
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