El Tour en cinco lecciones
El que Induráin gane un Tour tras otro se está convirtiendo ya en una celebración casi rutinaria del verano. Aquellos, mayormente comentaristas franceses, que espían cual entomólogos del ciclismo el semblante, la forma de montar en bicicleta, de aspergiar con hieráticos rictus la carrera del gran corredor navarro, pronto llegan cada año al aciago convencimiento de que tampoco va a ser este año, de que la derrota del coloso, si es posible por un Virenque graciosillo o un Jalabert ataviado de robocop, habrá de esperar a mejor ocasión.Y, sin embargo, en esa andanada de victorias, Miguel Induráin, lejos de correr como fotocopia de sí mismo, ha ido conjugando, sobre todo este año, un discurso sutilmente diferente, con el que imponía una progresiva remodelación de sus triunfos, no sabemos tanto si como tributo a sus cambiantes necesidades o, más inteligentemente aun, en previsión de que éstas pudieran cambiar algún día.
Lo extraordinario de la victoria de este año ha sido cómo Induráin ha difuminado la construcción del éxito entre todas las especialidades que en el ciclismo conducen a lo más alto del podio. Y siendo, en todas ellas, el mejor.
Si en rondas anteriores había asestado la estocada en la contrarreloj, aguantando a quien hiciera falta en la montaña y demás voluptuosidades en el llano, en esta ocasión ha batido a todos los presuntos especialistas en cada uno de sus respectivos territorios: ha obtenido menos ventaja que aquella a la que nos tenía acostumbrados en la lucha contra el crono, y en cambio, en la etapa de Lieja, no exactamente aprovechaba, sino que creaba un corte para anticipar el resultado de la contrarreloj del día siguiente. De esa forma, aplastaba en doble vuelta a sus rivales, amueblando de antemano el triunfo de la próxima jornada para que no se le escapara ningún pespunte de la trama que él mismo urde cada año. Prevenir las propias aprensiones es la forma más docta de poner el futuro a buen recaudo.
De igual forma, en la montaña ha dejado un día u otro evadirse a un Zülle, un Pantani o un Virenque, para derrotarles, tiempo a tiempo, una vez iniciada strictu sensu la ascensión, o, lo que es, lo mismo, recuperando el número de minutos necesario para que todos supieran que lo que a lo sumo les había concedido era un pase pernocta con hora precisa de regreso a casa.
Tacañón, Induráin se había hartado de decirnos que existían otros corredores mejores que él en la alta montaña, que tenía que economizar fuerzas aquí y allá para asegurarse el triunfo en el Tour. Sin duda, debía referirse, y no le comprendimos entonces, al del año siguiente, o al de los que todavía le faltan por ganar, puesto que su contabilidad deportiva parece encaminada a convertirle en el ciclista más viejo de la historia que siga inscribiendo su nombre en el palmarés de Francia.
Todo mentira. Induráin es el mejor contrarrelojista, el mejor routier, el mejor escalador, y sprinter, seguramente no, porque eso no hace falta para ganar las vueltas por etapas. El ciclista español nos ha venido engañando con su equívoca humildad metronómica. Modestia, hay quien lo llama. Pero, con la mayor subordinación y respeto, habríamos ansiado verlo actuar con mayor descaro, como un campeón hecho para la gloriosa épica del despilfarro.
Por Induráin sabemos que "el ciclismo se puede parecer al ajedrez. Y, por ello, celebrando como el que más todos sus triunfos, pedimos, cuando menos, el derecho a esta respetuosa nota a pie de página.
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