Poner las cosas por escrito: una 'crisis' británica
Todos los países fodan su identidad nacional con la ayuda de mitos, mentiras y difamaciones: el engrandecimiento de sí mismo y la satanización de los demás ayudan a dar una mejor presentación comercial al país, tanto en el mercado interno como en el de exportación. Es público y notorio que Gran Bretaña es una isla, y los estudiosos de la evolución saben bien que en las islas privadas de un contacto adecuado con el inundo exterior surgen formas de vida extrañas e improbables. Eso es tan cierto para el desarrollo de mitos como para el desarrollo de un pico muy grande o de un hocico apropiado para excavar.En mi adolescencia, pensaba de la manera más natural que, igual que mi padre era un modelo de masculinidad, mi país era un modelo de Estado nacional: no sólo para mí, sino también para otros países. ¿Cómo podría no ser así, si Gran Bretaña había ganado dos guerras mundiales casi sin ayuda de nadie, había construido un imperio, había creado la revolución industrial, y había dado al mundo el juego del críquet? No era sólo que Gran Bretaña fuera fuerte, o vieja: el mito insistía en que Gran Bretaña era también sabia. Pueblos remotos de países cálidos que una cañonera había conquistado de pasada preferían vivir bajo dominio británico, porque sabían que el funcionario de provincias enviado como oficial a las colonias llevaba consigo, junto con su sombrero con plumas, una justicia casi divina.
Cuando uno se preguntaba, o preguntaba a otras personas, de dónde venía esta reputación nacional de sabiduría, tendía a obtener dos clases de respuesta, una comparativa y otra pura. La respuesta comparativa era la siguiente: claro que nuestras razas sometidas nos veneraban, porque las tratábamos mejor que otros conquistadores europeos: los franceses, los belgas, los portugueses o los alemanes. La respuesta más pura descansaba en la autoalabanza extasiada de nuestras cualidades especiales como ciudadanos del mundo. ¿Qué era lo que hacía tan especiales a los británicos? Sabíamos que habíamos inventado conceptos como democracia, parlamento, libertad de expresión, libertad individual, y así sucesivamente. Pero ¿cómo nos podíamos distinguir de esos malvados extranjeros que afirmaban exactamente lo mismo de sí mismos? La respuesta a esto también consta de dos partes, estrechamente vinculadas. En primer lugar, los extranjeros son intelectuales, teóricos, ideólogos -en otras palabras, gente que comprende mal las cosas-, mientras que los británicos son pragmáticos y, por tanto, comprenden bien las cosas. En segundo lugar, los extranjeros tienen afán de codificar, de hacer declaraciones grandilocuentes, mientras que la singularidad, es más, el genio británico, está en el hecho de que nunca ponen las cosas por escrito.
Debo repetir que estamos hablando de mitología propia, no de historia real: por supuesto que en Gran. Bretaña. hay tratados, demandas, leyes, edictos, igual que en cualquier otro sitio. Pero, los británicos identificaron como clave de su identidad nacional el hecho de tener una comprensión instintiva de las cosas, una conciencia política y moral innata. Los franceses necesitaban el Código Napoleónico, en el que todo está rigurosamente clasificado por categorías, porque son caóticos por naturaleza; los británicos, en cambio, dependían mucho más del precedente judicial, y los jueces desarrollaban sus propias interpretaciones pragmáticas de alguna lejana legislación que, si creían que así lo exigía la justicia, podían ignorar.
También en la política, los británicos estaban orgullosos de no tener necesidad de poner las cosas por escrito. para entender qué era cada cosa. Los extranjeros -de nuevo los franceses, pero también esos rebeldes del siglo XVIII contra el dominio británico en Norteamérica- tenían que deletrear palabras largas como libertad, igualdad y fraternidad, porque si no lo ponían por escrito no sabrían quiénes eran o en qué creían. Los británicos, al ser enérgicos, lacónicos y fiables, ingerían esos conceptos con su rosbif y su jarra de cerveza. A los británicos les sigue sorprendiendo que los extranjeros no se den cuenta de que fuimos los primeros en concebir todos los grandes conceptos. políticos. La señora Thatcher viajó a París en 1989 para el Bicentenario de la Revolución Francesa, y con su característico tacto y sentido de responsabilidad como invitada, amonestó a sus anfitriones por emocionarse excesivamente con lo que estaban celebrando. "Los derechos humanos no empezaron con la Revolución Francesa", subrayó, y sugirió que nuestra "revolución silenciosa" de 1688 -tan silenciosa que en el continente la mayoría de las personas no habían oído hablar de ella- fue mucho más significativa. Le Monde, como quien sigue la corriente a un loco, publicó la entrevista con el siguiente titular: "La señora Thatcher declara que los derechos humanos no han empezado en Francia".
Uno de los cambios en la vida política británica que han tenido lugar en los últimos 10 años -y una de las señales de la crisis actual- es que los británicos, muy en contra de su naturaleza histórica, se han empezado a preguntar si no sería buena idea comenzar a poner las cosas por escrito. No tenemos una Constitución escrita o una declaración de derechos; muchas cosas ocurren por un precedente, o por prerrogativa, o por el simple hecho de saber lo que es una buena idea o de invocar el seudoprincipio de que, se haga lo que se haga, es británico, con lo que necesariamente tiene que ser lo mejor. Pero el poder del Estado moderno, la capacidad que tienen los Gobiernos elegidos de forma normal para violar derechos y libertades democráticas fundamentales, ha empezado a preocupar a la gente. Si estamos tan orgullosos de nuestras famosas libertades, se preguntan, ¿por qué tenemos miedo de ponerlas por escrito? Se podría pensar que ésta es una cuestión simple y sin respuesta posible; pero, naturalmente, los conservadores y los tradicionalistas tienen respuestas: porque ya sabemos lo que queremos decir, así que no tiene sentido; porque si pusiéramos algo por escrito, los abogados se pondrían a discutir y a distorsionar cada palabra; porque, en la actualidad, si un inglés escribe unas palabras en Londres, antes de que pueda darse cuenta, algún juez de La Haya le estará diciendo lo que puede y lo que no puede hacer.
Hasta ahora, el intento más enérgico de defender que se pongan las cosas por escrito ha corrido a cargo de un grupo de presión político llamado Char
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ter 88. Se trata de una organización sofisticada y provocativa, una de cuyas ingeniosas ideas iniciales fue prohibir a los políticos ingresar en la misma. Afirmaban que los políticos habían desacreditado de tal forma el sistema político que no se les debería dar voz en este último intento para arreglarlo. Aunque nunca en mi vida me he afiliado a un partido político, sí ingresé en Charter 88, y recuerdo la imagen que me pasó por la cabeza cuando lo hice. Al principio del Gobierno de Thatcher, su política de privatizar activos del Estado fue criticada por el ex primer ministro conservador Harold Macmillan (este acto en sí prácticamente carecía de precedente), diciendo que era como "vender la plata de la familia". Puesto que el poder y el programa de Thatcher continuaban, se me ocurrió pensar: "Bueno, nos hemos quedado sin la plata de la familia. Pero ¿qué le va a impedir a Thatcher vender la mesa de la cocina, la batidora y el cuchillo de trinchar?". Por supuesto, también los vendió, y me temo que mi discreta participación en Charter 88 no logró influir en ella lo más mínimo.
No obstante, el intento de resolver las cosas poniéndolas por escrito ha empezado a difundirse entre las clases políticas más elevadas. A mediados de marzo, el Partido Laborista británico presentó un proyecto para una nueva constitución interna. La anterior declaración de intenciones del partido había tenido lugar en 1918, y durante 77 años, su cuarto artículo -en el que el partido se comprometía a lograr "la propiedad colectiva de los medios de producción, distribución e intercambio"- había ilustrado los peligros que supone en la vida política británica poner las cosas por escrito. Para algunos, esta declaración de principio socialistas representaba la razón misma por la que se habían afiliado al partido, y una razón más para mantenerse fiel al mismo incluso cuando el Partido Laborista en el Gobierno actuaba de una forma a menudo nada socialista. Para otros, ese pequeño acto de poner las cosas por escrito era una vergüenza, un tormento, una causa de hipocresía política inevitable, algo que había que explicar cada vez que el partido buscaba el poder. Puesto que el Partido Laborista nunca iba a ser un partido socialista, ¿por qué simular que lo era, por qué entregar armas cargadas al adversario?
Para algunos, de ambos bandos de la discusión, la decisión de iniciar la nueva moda de escribir las cosas en este momento preciso parecía extraño: actualmente, el Partido Laborista va muy por delante en las encuestas de opinión, y es probable que forme el próximo Gobierno independientemente de que apoye, revise o derogue un documento escrito hace 77 años. Pero Tony Blair, el nuevo líder laborista, tenía probablemente razón al insistir en reescribir la constitución del partido (también ha prometido una declaración de derechos si llega al poder). Blair decía: "Aquí estamos, en 1995, después de Marx, del comunismo, en un nuevo mundo político, frente a un Partido Conservador que en toda su vida nunca ha aportado una declaración de sus creencias. Sin duda está bien decirle al pueblo británico: esto es lo que defendemos, en esto es en lo que creemos, por esta razón es por lo que pedimos vuestro apoyo. Así que, escribámoslo para que todos puedan verlo y luego saquen sus conclusiones". A los lectores y amigos europeos puede parecerles una idea extraordinariamente obvia, razonable, incluso trivial. A mí me huele a crisis grave.
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