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Marineros tierra

España y Portugal son, con Gran Bretaña, los países que más cuentan en la historia universal de la navegación. Nombres míticos, gestas sin par, etcétera. El arrojo individual necesario para enfrentarse a los peligros del océano se contagia ba a través de un virus llamado sed de gloria. A diferencia de aquellos tiempos, el valor de la propia existencia ha subido hoy tantos enteros como años la expectativa de vida. La tecnología y el Estado del bienestar nos han acostumbrado a no tomar otros riesgos que los del accidente de carretera o el cáncer de pulmón por tabaquismo. Así que no debería extrañar que la sed de gloria se encauce ahora por vías menos arriesgadas que la navegación, como la política o los deportes de competición. El resultado es que los habitantes de esta península somos un colectivo enemigo del horizonte. Amigos del sol que atrae turistas pero enemigos del mar, por proceloso. Lo raro del asunto es que esa enemistad es una excepción en los países de nuestro entorno. Los españoles estamos en la cola europea en cuanto a la navegación de placer a pesar de disponer en bastantes kilómetros de costa. El litoral se ha llenado de marinas y puertos deportivos, que a su vez están repletos de barcos -de precio similar al de un apartamento barato en las playas de Alicante, salvo contados lujos-. El mito del yate sólo para millonarios se va apagando, pero no se divisan velas en lontananza. Quien quiera hacer una prueba puede acercarse a cualquier puerto francés un fin de semana de principios de primavera o finales de otoño y tomar nota de las pocas embarcaciones que no han salido a navegar. En el país de Cousteau, el mar está tan cerca de la gente que es muy habitual recorrer centenares de kilómetros todos los viernes para deslizarse sobre su piel indomable. Cuando llegan las vacaciones, multitud de franceses se lanzan en tromba al mar para vivirlo de verdad. La excepción no son los franceses, sino nosotros.Un recuento del número y nacionalidad de los veleros transmundistas confirma estas lúgubres impresiones: de los 496 que cruzaron el Canal de Panamá en el 84, sólo dos enarbolaban pabellón español, frente a 63 británicos, 45 franceses, 22 alemanes o 5 daneses; 10 años después, el número total casi se había doblado, 911, de los cuales 104 británicos, 80 franceses, 22 holandeses, 18 suecos, incluso 10 suizos, pero ningún español. No hace falta ir tan lejos. Acérquense a los puertos turísticos del Mediterráneo -en automóvil, claro-, y pregunten a ver cuándo han visto el último barco español, a vela o a motor. En general, les responderán que hace un par o tres de años. En el capítulo de la navegación, España sigue siendo diferente.

"Yo, marinero, en la ri6era mía / ... / sueño ser alinirante de navío, / para partir el lomo de los mares / al sol ardiente y a la luna fría", cantaba Rafael Alberti en su juventud. Un sueño líquido que se convirtió en nostalgia del mar sin haberlo conocido. Tal vez por eso las islas y el litoral están llenos de veraneantes, los puertos llenos de paseantes y la primera media milla de agua ocupada en agosto por un enjambre de pequeñas embarcaciones de todo tipo. Tal vez por eso, el sector náutico crece al ritmo del desarrollo. Pero, ¿cómo si no por el miedo se explica que los que se aventuran más allá de esa media milla apenas formen una exigua minoría de pioneros? ¿Por qué da tanto miedo el mar? ¿Cómo ha llegado a ser un tan temido desconocido este mar en tiempos amigo, poderoso acompañante del imperio donde no se ponía el sol? El vacío debería de estar en manos de antropólogos, historiadores y especialistas en psicología colectiva. A ver si explican en qué profundas simas de la historia. se perdió el valor de nuestros antepasados.

De la literatura hemos aprendido una visión catastrofista del mar que no invita precisamente a levantar temores. Desde el verismo de un Giovanni Verga, que describió el oficio de pescador en Sicilia y por extensión en todo el Mediterráneo y en medio mundo, como una especie de condena para parias entre parias, hasta los novelistas anglosajones de la estirpe de Herman Melvilley Joseph Conrad, grandes navegantes antes que escritores, forjadores de mitos que se han grabado en el rincón más aterrador del imaginario colectivo, que otros han superado pero los españoles no. La navegación de crucero a vela es una de las actividades más gratificantes que existen. En proporción, el mar se cobra un tributo en vidas infinitamente menor que la carretera. Pero exige un duro y tenaz aprendizaje. De modo que, si el valor de los mayores no aumenta de pronto, habrá que depositar las esperanzas en la juventud. Los niños que asisten a cursos de Optimist podrían ser los navegantes del mañana. A ver si la nómina de marineros capaces de perder de vista la tierra no se acaba con la vuelta al mundo en un velero de siete metros del solitario Julio Villar y con las heroicidades del también solitario José Luis de Ugarte. A ver si dejamos de ser un país de timoratos marineros en tierra. Tal vez entonces. aprenderíamos a convivir con algo más de serenidad en la decepcionante singladura colectiva de todos los días.

Xavier Bru de Sala es escritor y periodista.

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