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Paradojas de los jovenes

Enrique Gil Calvo

Durante las pasadas elecciones, una periodista francesa me planteó esta contradicción: ¿por qué estamos tan obsesionados con la corrupción como si fuera nuestro único problema? Jacquefine objetaba que, por ejemplo, en las presidenciales francesas, la corrupción no se debatió, mientras que la gran cuestión era qué hacer con el desempleo. ¿Por qué se invertía la agenda en España, despreciando el problema del paro para centrarse en cuestiones episódicas? Traté de explicar a Jacqueline las singularidades españolas: comenzando por la inexperiencia de nuestra cultura cívica (aún no inmunizada contra las miserias de la democracia), siguiendo con la decepción causada por los socialistas (a quienes ya no se perdonan hoy unos hechos que sí se consintieron mientras sucedían) y tenninando con la guerra mediática contra el Gobierno.Pero ella calificó de fatalismo la pasividad con que nos resignamos a tan brutal desempleo: ¿es que nadie protesta al ver que no se hace nada? Y al señalarle que sólo se trataba de paro juvenil, soportable como contrapartida de otras prioridades, me pidió un balance de la gestión socialista. En su haber, tres grandes méritos: el cambio femenino, el ascenso de la escolaridad y la universalización de la Seguridad Social. Y en su debe, dos grandes fracasos, destinados a provocar su derrota electoral: las clases medias urbanas, cuyos impuestos han crecido un 70% en 12 años sin contrapartida sustancial, y los jóvenes, incapacitados para hacerse adultos por la escasez de viviendas y de empleos. Este último parece el peor factor: el incierto destino que aguarda a los jóvenes, determinando que la mayoría haya dejado de confiar en el partido socialista.

Parece claro que la política de juventud desarrollada por el Gobierno ha resultado contradictoria. Es cierto que se ha prolongado extraordinariamente la duración de la escolarización juvenil, hasta lograr que se duplique la proporción de estudiantes (que ha pasado del 18% al 36% en el grupo de 20 a 24 años en sólo dos lustros) y de titulados de grado superior (que en el mismo lapso ha pasado del 6% al 12% en el grupo de 25 a 29 años). Pero los universitarios actuales votan preferentemente, a partidos de centro-derecha, de acuerdo a su condición potencial de futuros directivos, profesionales o técnicos. Así que, al multiplicar el acceso de los jóvenes a la Universidad, el partido socialista ha estado echando piedras contra su propio tejado, pues esos jóvenes, titulados superiores gracias al. PSOE, son quienes le están dando la victoria al PP. Aquí es donde surge la paradoja. Gracias a los impuestos que pagan todos los contribuyentes (especialmente los asalariados, cuyos ingresos son transparentes y no pueden evadir la presión fiscal), una creciente fracción de jóvenes de clase media ha podido acceder a la Universidad, iniciando carreras cuasi gratuitas (las tasas sólo cubren entre un quinto y un tercio del coste de cada plaza universitaria), de las que se lucrarán privadamente y que les inducen una cierta propensión a votar al centro-derecha. En cambio, en el otro extremo de la estratificación, la formación profesional o de nivel secundario se deteriora o languidece, mientras el fracaso escolar se ceba entre los jóvenes más desfavorecidos, quizá sólo predestinados a la marginación y la violencia. Curiosa política educativa, que parece obedecer a la parábola evangélica: a quien tiene más, se le dará, y a quien no tiene, todo le será quitado.

Por lo demás, frente a este fuerte incremento de la escolarización, en el otro plato de la balanza el saldo no puede ser más negativo, pues en materia de acceso al trabajo y la vivienda las cosas no han mejorado apenas, dado lo precario y mal pagado del escaso empleo disponible. Así se da la paradoja de que esta generación, que es la más escolarizada de la historia, también es la que dispone de menos oportunidades de integración económica, bloqueándose así su proceso de inserción adulta. Y en consecuencia, los jóvenes quedan reducidos a la paradójica condición de lúcidos pero menores de edad, al ver forzosamente diferido su acceso a una plena mayoría de edad civil (que exige independencia económica y autocontrol del destino personal), para la que, sin embargo, están más preparados que ninguna otra generación lo estuvo nunca.

Algún publicitario ha bautizado a esta generación como la de los JASP (siglas de jóvenes aunque sobradamente preparados). Y, en efecto, los JASP conforman una generación a la vez sobretitulada y subempleada: condición esta a la que ya estaban acostumbradas las mujeres más escolarizadas, quienes, al revés que el ambicioso que busca sobreemplearse por encima de su capacidad (según el principio de Peter, que eleva hasta el nivel de incompetencia), aceptan por el contrario conformarse con puestos inferiores a su titulación (en lo que pudiéramos llamar una estrategia de minoría de nivel laboral paralela a aquella otra estrategia de minoría de edad que adoptan los jóvenes forzados a diferir el hacerse adultos), a fin de protegerse contra la discriminación masculina. Pues bien, este destino de subempleo y sobretitulación, hasta aquí casi exclusivamente femenino, es el que puede llegar a marcar a esta generación de jóvenes, cuya mitad femenina ya está más escolarizada que la masculina. Pero esta paradoja también afecta a las contradicciones de la propia juventud. Recuérdese la sorpresa de Jacqueline: ¿cómo se entiende que con tan elevado desempleo juvenil nadie proteste nunca? ¿Qué pasa con la actual generación de jóvenes, la más culta y racional de nuestra historia, pero quizá la menos ambiciosa, pues, a pesar de tener el futuro bloqueado, no por eso protesta ni reclama, limitándose a votar a los conservadores con más escepticismo que esperanza? La respuesta es sabida: en lugar de levantar su voz, reivindicando su derecho a integrarse como adultos, los jóvenes se conforman con permanecer en familia, aguardando tiempos mejores y renunciando a su mayoría de edad. ¿Por qué se refugian los jóvenes en una confortable estrategia de minoría de edad? Sin duda, esta falta de ambición es una preferencia adaptativa (Elster), como en la fábula de la zorra y las uvas: conviene dejar de ambicionar lo que no se puede alcanzar. En efecto, para reivindicar tienes que poseer buenas razones: metas a tu alcance o causas por las que luchar. Así, cuando has sido educado en condiciones de estrechez material o represión normativa, es lógico que aspires a hacerte adulto para superar el status de tus padres y poder tomarte las anheladas libertades. Pero ¿qué sucede cuando te has criado en la abundancia y la permisividad, sin posibilidad de superar a tus padres ni libertad alguna de la que no te encuentres ya saciado?

¿Qué clase de ambiciones de autosuperación puede abrigar una generación materialmente protegida y educada en libertad? ¿Están destinados los jóvenes a hacerse conservadores de un orden justo, liberal y difícilmente mejorable? Creo que no tiene por qué ser necesariamente así, pues esta generación también puede intentar superarse a sí misma, resistiéndose a conformarse con quedarse como está. Pero para eso tendría que comenzar por experimentar de hecho su plena mayoría de edad. Y eso es algo que, dado el elevadísimo desempleo, difícilmente se puede lograr. De ahí la última paradoja perversa, análoga a esos anuncios de primer empleo que te exigen experiencia previa: ¿cómo ejercer la mayoría de edad por propia experiencia cuando se permanece en la prórroga forzosa de una indefinida minoridad?

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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