Dos jesuitas
Mirada la Compañía de Jesús desde la historia de su acción en el mundo, dos imágenes se con traponen. Una positiva: la Compañía ha sido punta de vanguardia en la siempre pro blemática, aproximación de la Iglesia católica a la cultura moderna. Otra negativa: al menos en los dos últimos siglos, la Compañía ha promovido una educación de la juventud demasiado acorde con los ideales y los intereses económicos y políticos de la alta burguesía. En un viejo ensayo mostré cómo en la ascética de san Ignacio, pese a los bien conocidos recelos del santo ante Erasmo y el erasmismo, apunta una estimación del mundo creado rigurosamente posmedieval e incipientemente moderna. Desde el siglo XVII hasta la segunda mitad del nuestro, los teólogos, los astrónomos, los biólogos y los químicos jesuitas confirman la verdad de mi aserto; y como con trapunto, los juicios acerca de la enseñanza que recibieron Pérez de Ayala y Ortega, uno en' Gijón y otro en Málaga, expresan bien lo que la enseñanza je suítica era a fines de siglo.Dejaré intacto el tema de la educación en los colegios de la Compañía. Para abordarlo con responsabilidad me faltan documentación y experiencia. Quiero limitarme a mostrar cómo dos jesuitas españoles, Ignacio Ellacuría y José Gómez Caffarena, han sido y siguen siendo insignes figuras en la empresa de conciliar el cristianismo con el mundo moderno, y por extensión con el mundo actual.
Ellacuría hizo filosofía y teología desde el pensamiento filosófico de Xavier Zubiri, con el que tan íntimamente se sintió unido desde la elaboración de su tesis doctoral. Pero, en estrecha conexión intelectual con esa filosofía, su personal experiencia religiosa en El Salvador le condujo a una actitud vital susceptible de ser formulada en estos términos: "Para ser auténticamente cristiano -con mayor precisión: cristiano y jesuita en la segunda mitad del siglo XX- necesito dos cosas: una filosofia temáticamente abierta a la realidad en cuanto tal, la que me ha enseñado Zubiri y yo estoy ampliando, y una visión de la injusticia social en la que armoniosamente se integren el Evangelio, la idea cristiana del mundo y del hombre y lo que sobre la estructura y la génesis de esa injusticia han dicho cuantos seriamente se han ocupado de ella, aunque hayan sido ateos y enemigos del cristianismo, como de hecho lo fueron Proudhon, Bakunin y Marx". Mas no para ser a la vez -añado yo- cristiano y proudhoniano, bakuniniano o marxista, sino para aprovechar, al servicio de una visión de la historia y de la sociedad genuinamente cristiana, cuanto de certero hayan dicho los que han hecho nervio de su vida la denuncia de tal injusticia y el combate contra ella. Desde san Justino hasta Blondel y Hans Küng, tal ha sido el proceder de los cristianos que han querido ser eficaces en el mundo, y por tanto en su mundo. Con su vida y con su muerte realizó Ellacuría tan alto y exigente modo de entender la condición de cristiano.
Algo semejante puede y debe decirse de la conducta de Caffarena, cristiano filósofo y filósofo cristiano. Caffarena ha hecho filosofia y teología -léanse su Metafísica fundamental (1969) y su Metafísica trascendental (1970), y a la luz de una y otra, toda su amplia obra escrita- desde una actitud personal en la concepción y el cultivo del saber filosófico. Raes bien: me atrevo a pensar que toda esa amplia y valiosa obra arranca de un propósito esencialmente concordante con el de Ellacuría, y por tanto reducible a estas palabras: "Para ser auténtica mente cristiano y jesuita en la segunda mitad del siglo XX necesito dos cosas: una, conocer y utilizar la obra, filosófica de la modernidad, muy especialmente la de Kant, para construir una filosofía actual radicalmente cristiana; otra, proceder con la difícil mezcla de osadía y humildad que siempre ha exigido, tal empresa". Con lo cual, el jesuita Caffarena, como los también jesuitas Molina en el siglo XVI y Teilhard de Chardin, De Lubac y Rahner en el nuestro, sin grave conflicto interior ha sabido ser auténticamente cristiano, auténticamente actual y -por añadidura- auténticamente amigo de los hombres de su tiempo. Quien lo dude eche una ojeada al libro Cristianismo e Ilustración, con el que un grupo de amigos suyos ha querido corresponder a la cristiana y kantiana donación de amistad que ha sido y está siendo su vida.
Con total convicción afirmo que, en la realización vital y escrita de tal actitud, Caffarena ha hecho en el campo del saber filosófico lo que en el campo del saber científico no supo hacer otro eminente jesuita, el cardenal Belarmino. Muerto en 1621, Belarmino no pudo asistir a la célebre y penosa retractación de Galileo, 12 años posterior a esa fecha. No podemos saber, por tanto, cuál hubiera sido su personal actitud ante un suceso que -¡a los tres siglos!- ha obligado a la Iglesia católica al arrepentimiento. Sólo sabemos que Belarmino, excelente teólogo, docto en la astronomía de su tiempo y buen amigo de Galileo, trató de aliviar el rigor de la primera condena inquisitorial de éste con la sutil distinción, platónica en su origen, entre las afirmaciones científicas de carácter absoluto -por ejemplo, que las piedras caen hacia la tierra con movimiento acelerado- y las de carácter hipotético o ex suppositione. He aquí sus palabras: "El señor Galileo obrará prudentemente contentándose con hablar ex suppositione y no absolutamente, como, yo siempre he creído que habló Copérnico. Porque decir que, suponiendo que la Tierra se mueve y el Sol está quieto, se salvan todas las apariencias mejor que con la teoría de las excéntricas y de los epiciclos (la doctrina de Tyco Brahe), está muy bien dicho, no tiene peligro ninguno y esto basta al matemático". Lo peligroso consistía, para Belarmino, en decir que lo afirmado por Copérnico y Galileo -que la Tierra gira alrededor del Sol- es lo que realmente sucede en el cosmos.
La actitud intelectual de Belarmino preludiaba la del gran químico Ostwald y el gran filósofo Bergson, cuando en el filo de los siglos XIX y XX sostenían, contra la opinión ya gene ral de los hombres de ciencia, que los átomos eran una construccion mental más o menos ingeniosa para explicar los he chos científicamente observa dos en los laboratorios; es decir, una afirmación meramente hipotética o ex suppositione. Pero tanto Belarmino como Ostwald y Bergson, éstos con más fuerte obligación, pudieron y debieron saber que si bien ciertos asertos científicos no pasan de ser interpretaciones hipotéticas, no son verdades absolutas, a su lado hay otros -la existencia real de las partículas elementales y los átomos, los principios de la termodinámica, la expansión del universo; y ya en el siglo XVII, el eliocentrismo copernicano- que a la mente de todo hombre de buen sentido, no sólo ala del sabio, se le imponen como incuestionables verdades reales. Son verdades de hecho y no explicaciones ex suppositione o ex hypothesi, para decirlo al modo de Belarmino. Siglo y pico desués de la condena de Galileo, el docto Jorge Juan, una de las mejores cabezas científicas de la España ilustrada, se veía obligado a escribir, en el prólogo a la exposición de sus observaciones astronómicas: "Hasta los mismos que sentenciaron a Galileo se reconocen hoy arrepentidos de haberlo hecho, y nada lo acredita tanto como la conducta de la -misma Italia... ¿Será decente con esto obligar a nuestra nación a que después de explicar el sistema de la filosofía newtoniana, haya que añadir a (la descripción de) cada fenómeno que depende del movimiento de la Tierra: pero no se crea que esto va en contra de las Sagradas Escrituras?... ¿Dejará de hacerse risible una nación que tanta ceguedad mantiene?". La cosa no pasé a mayores -aunque con rigor un tanto mitigado, la Inquisición española seguía activa- gracias a la intervención de un jesuita ilustrado, el padre Burriel, basada, como la dé Belarmino ante la primera condena de Galileo, en la distinción entre las afirmaciones científicas propuestas ex suppositione y las formuladas absolute, absolutamente.
Ellacuría y Caffarena: dos jesuitas que sintiendo gravemente dentro de sí esa esencial vocación de su orden, con el pensamiento y con la acción han sabido ser cristianos de su tiempo, este recio tiempo en que todos vivimos. Tres siglos " después de la bienintencionada, pero ya científica mente insuficiente intervención de Belarmino en el proceso contra Galileo, el Papa actual se ha creído en el deber de afirmar que el sabio, precisamente como lector de la Biblia, "fue más perspicaz,que sus adversarios teólo gos". Actitudes, vidas y obras como las de Ellacuría y Caffarena, ¿servirán para que en el siglo XX no sean escritas en el Vaticano frases equiparables a ese elogio de la fina sensibilidad intelectual y cristiana de Galileo, uno de los grandes de la ciencia universal?
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