Heroicidad

Impera en el mundo el disparate, la confusión sobre el valor verdadero de las cosas, el no tener ni idea de quiénes somos. Cómo echo de menos a los héroes y heroínas legendarios, que conocían cuál era su lugar en el mundo y cuál la medida de sus actos; su heroicidad consistía precisamente en eso, en la adecuación de sus vidas a la armonía interna. Hoy, en cambio, hacemos padres de la patria a los ladrones, y estrellas de la intelectualidad a los mentecatos. Un ejemplo de este barullo idiota: convertir al pobre Hugh Grant en paradigma de la depravación por haberse ido con una prostituta (un escándalo hipócrita: la humillante prostitución es una consecuencia del tipo de sociedad en que vivimos, prohibirla empeora la situación de esas mujeres, hay que cambiar la sociedad para acabar con ello), cuando su desliz parece de estudiante pardillo. O el perpetuo sin sentido de una buena parte de nuestros políticos, sus mentiras sistemáticas, su traición a sí mismos, y ese aferrarse al cargo como si no fueran nada sin sus sillones (ya no son nada ahora y no lo saben).Pero en medio de este batiburrillo absurdo y este desánimo (por la carencia de ánima, de médula en las cosas) surge de cuando en cuando un comportamiento sustancial, una presencia sólida. Como la del dramaturgo William Layton, que acaba de suicidarse con 82 años: no porque estuviera solo, no porque estuviera deprimido, sino para escoger con dignidad el momento de irse, antes de la senilidad, antes de dejar de disfrutar del mundo. Hace falta amar mucho la vida para hacer algo así: este tipo de suicidios consecuentes son una celebración de la existencia. La heroicidad que está a nuestro alcance, la que nos corresponde, consiste justo en eso: en vivir y morir con integridad. En ser riel a tus circunstancias y a ti mismo y rozar así la auténtica belleza.
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