_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El buen pastor vasco

Diríase que monseñor Setién milita, en ese todavía amplio grupo de exquisitos que pretenden ocupar en Euskal Herria el imposible espacio de la neutralidad, como si la batalla no fuera propiamente con ellos o a ambos contendientes les amparase igual derecho. En medio de la sangre, se jactan de ser los auténticos entendidos en una cuestión que los simplismos procedentes de Madrid no aciertan a comprender. Así que se presentan como pacificadores, cuando de hecho contribuyen a mantener y exacerbar esa realidad que dicen limitarse a descubrir. Estos hombres sutiles se sirven de categorías tan groseras que, por más que busquen esa zona de sombra que les sustraiga al menor indicio de parcialidad, no consiguen ocultar su beligerante nacionalismo vasco. En suma, estos árbitros son una de las partes enfrentadas; ellos son un aspecto -y no el menos inquietante- del problema.Dice monseñor (El País Semanal, 11 de junio) que "el pueblo vasco tiene una identidad que es necesario defender y reconocer y, de que esto es así, habrá que sacar unas consecuencias". Pero, a fin de no sacar consecuencias erróneas (y trágicas), ¿no habría que examinar antes unas premisas tan endebles? Digamos entonces que, mientras el pueblo vasco lleva esa existencia vagarosa propia de una noción romántica, la que vive y sufre cada día es la mucho más palpable sociedad vasca. Que aquel pueblo invisible podrá ser un sujeto étnico, pero que sólo esa sociedad es el verdadero sujeto político colectivo. Que si ese pueblo vasco posee una identidad más o menos definida, gracias a ser imaginaria, la sociedad vasca real carece de contornos tan precisos justamente porque agrupa identidades, proyectos y formas de vida bien diversos. Y, sobre todo, que lo primero que cuenta -por encima, desde luego, de su sociedad- son los individuos que la pueblan; unas personas, en su mayoría, cuyos derechos hoy mismo no se reconocen ni defienden precisamente por parte de quienes proclaman defender y reconocer los de aquel pueblo.

Pues todo el discurso queda trucado de raíz mientras se siga prestando una fe ciega a ese pueblo místico. La coartada está servida, el cisco está literalmente armado y la doctrina se enquista en una tautología de nunca acabar. Mas para el obispo Setién y tantos otros, una vez asentado sin más preámbulos el dato incontestable del pueblo vasco, el problema brota por sí solo. "Existe un problema vasco, y mientras no haya, digamos, una percepción por parte de este pueblo de que las aspiraciones que tiene se ven realizadas, desde esta perspectiva de reconocimiento pleno de sus derechos, el problema seguirá vivo". De aquí a explicar, y objetivamente a justificar, el terror no hay más que una línea de periódico: pues es tal percepción, se añade, la que "está en la base de la violencia"... Si un pueblo puede acaso tener derechos como no sean los de sus habitantes, si estos habitantes pueden ejercer libremente esos derechos sometiéndose a la omnímoda voluntad de un pueblo preexistente..., son cuestiones que no turban la calma episcopal de nuestro. monseñor.

Y es que las cosas resultan demasiado fáciles -y trágicas- en cuanto hacemos de la comunidad natural el sujeto único o, al menos, un sujeto privilegiado sobre cualquier otro. Mejor o peor elegidos, la sociedad política tiene unos portavoces que la representan y a los que puede pedir cuentas. ¿Qué pueblo, en cambio, ha designado a sus intérpretes autorizados y cómo les exigirá responsabilidades? Las aspiraciones de los individuos son verificables, enunciables, debatibles. ¿Quién será capaz de medir y expresar las necesidades de esa otra entidad abstracta a fin de ponerlas a pública discusión? Frente a su sociedad concreta, el pueblo es un monstruo insaciable al que hay que cebar mediante toda suerte de sacrificios, incluidos los humanos.Pero aquí, por fortuna, no existe ein VoIk ni mucho menos suspiramos por ein Führer. Pues resulta que en la mestiza sociedad vasca actual no sólo habita el pueblo vasco (o sea, los creyentes en él), sino también los que no se sienten partícipes de tal comunidad popular y quienes creen definirse mejor por otros rasgos que por los parciales y obligatorios de su tierra. No es pequeña la contradicción de ese que reclama airado hacia fuera el reconocimiento de la diferencia de su pueblo, mientras dentro aplasta la expresión de toda diferencia. La sociedad vasca la forman jóvenes y viejos, naturales e inmigrantes, obreros y empresarios, ilustrados e ignorantes, fieles y descreídos, liberales y socialistas, los que hablan el euskera y esa mayoría que se comunica tan sólo en castellano. Es, pues, un conjunto mucho más amplio y rico que ese unívoco paisaje al que algunos quieren reducirlo. No es de extrañar que a la mayoría de los vascos nos asalten otros muchos problemas políticos ajenos al problema vasco, unos problemas que no deben ser postergados a él, ni subsumidos en él ni filtrados forzosamente por él. Pues, tal problema, por cierto, no consiste en que hay un pueblo que reclama sus plenos derechos frente a un Estado. Consiste más bien en que esta sociedad no se doblega ante las pretensiones de ese pueblo ni se deja amoldar al lecho de Procusto en el que la fuerzan a tenderse sus fanáticos.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

De nada sirve, por tanto, el cansino subterfugio de distinguir entre medios y fines para, condenando los medios, legitimar los fines. "Una cosa es lo que pretende ETA y otra cosa distinta cómo lo pretende ETA". Mire, monseñor, que ya es hora de desterrar uno de los tópicos que más arrasa la conciencia moral y política de la gente del país. Los fines de ETA son tan reprobables como sus medios. En realidad, estos medios son ilegítimos precisamente porque aquellos fines -en suma, la prevalencia de un pueblo sobre su sociedad- son también ilegítimos. No es que tal medio venga a pervertir el En, sino que es más bien señal de la perversión misma de ese objetivo, el signo de un fin indebido. Y para probarlo, por si argumentos faltaran, bastaría examinar la catadura moral y la simpleza intelectual de quienes invocan a la vez esos fines y esos medios.

La democracia no rechaza sólo el empleo de la violencia en los conflictos civiles. Le repugna no menos un conflicto civil que, más allá de su nacimiento histórico, se alimenta hoy de la infundada creencia en un pueblo y de la prepotente voluntad minoritaria de imponer a toda una sociedad su presunto destino. Llegado el caso, la razón práctica acepta el recurso de la violencia como el último instrumento para alcanzar una meta justa. Entre nosotros, empero, la violencia es el primer y único recurso para lograr un objetivo que, por ser injusto (es decir, aquí, no compartido por la mayoría), no puede alcanzarse de otra manera. Tan ajeno resulta el fin, que sólo puede lograrse por medios traumáticos; tan artificial el conflicto, que requiere el medio más brutal a fin de mantenerlo y resolverlo. Es la oposición de buena parte de los ciudadanos vascos, y no la feroz resistencia de un Estado omnipotente, la que conduce a los violentos a su lógica desesperada.

Bien sabemos que "existen otros grupos políticos que tienen posturas próximas [a ETA] en cuanto al qué", es decir, en cuanto a sus fines. Es el caso, en efecto, de los llamados nacionalistas democráticos o moderados. Pero fijese su eminencia en que, no por renunciar a una estrategia violenta, estos otros grupos hacen por ello más legítimos sus fines. Sea como fuere, ése es el drama particular del nacionalista moderado: que vive en la tensión de pertenecer a la vez a un pueblo, cuya gloria comparte sólo con sus correligionarios, y a una sociedad civil, en la que todos son sus conciudadanos. Demos un paso al frente y la tragedia del nacionalista radical surge porque, al vivir únicamente en el mítico reino de su pueblo, ni ha de tomar en cuenta la voluntad de sus conciudadanos ni ha de someterse a los procedimientos civiles. Sólo le cabe vociferar, amenazar, golpear o matar.

A monseñor Setién le obsesiona tanto la paz que está dispuesto a lograrla incluso al precio de renunciar a toda racionalidad.Porque "no es cuestión de hacer una discusión estrictamente teórica sobre quién tiene razón ( ... ). No vamos a dar la razón a unos porque saben más que otros". Y es de agradecer que monseñor, un experto en materias esotéricas, confiese francamente la índole irracional del llamado problema vasco. ¿No convendría por ello mismo, puesto que de seres racionales se trata, intentar racionalizarlo? La autoridad eclesiástica propone lo contrario. De modo que, a fin de no dar ventaja a quienes podrían mostrar la superioridad de sus argumentos, la cautela aconseja abandonar el espacio del diálogo... y dar así ventaja a los alálicos. Y con ello nuestro obispo viene a alentar de nuevo a tantos nacionalistas que hace ya tiempo ni se molestan -porque en este terreno saben su batalla perdida- en acudir a ningún debate de ideas.

Entonemos, pues, alborozados y a coro el Vasco, vasco, vasco es monseñor. Lo mismo que las convicciones religiosas de sus feligreses no deben exponerse a las preguntas de la teoría, no sea que flaqueen y se marchiten, así tampoco las encendidas emociones de los abertzales habrán de responder ante el tribunal de la razón. Por lo visto, todo es cuestión de sentimientos o intereses y los sentimientos e intereses son igualmente respetables, tanto los que fomentan una tranquila convivencia como los que inducen al asesinato. Ciudadanos racionales y ciudadanos viscerales, no importa que unos tengan más razón (al menos, más razones) que otros. Pero el caso es que, si no nos enfrentamos a través de argumentos, ¿por qué otros medios y bajo qué otro árbitro común e imparcial pondremos término al enfrentamiento?

Dice el Evangelio que el buen pastor se alegra más por la vuelta al redil de la oveja descarriada entre cien que por la permanencia de las otras noventa y nueve. En su reciente versión vasca, la parábola cuenta que esa oveja, lejos de haberse perdido, arremete cada día a dentelladas contra el resto de la grey. Así las cosas, el buen pastor vasco se apena sin duda del quebranto sufrido por las demás. Pero, como si ella sola encarnara los valores convenientes a todo el rebaño, acaba al fin consintiendo los bárbaros desmanes de la oveja agresiva.

Aurelio Arteta es profesor de Ética y Filosofia Política en la Universidad del País Vasco.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_