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La nueva crisis mexicana

Jorge G. Castañeda

Entre los comentarios consensuales más escuchados en México desde que estalló la nueva crisis mexicana destacan tres: el Gobierno del presidente Zedillo ha abierto demasiados frentes; el efecto de cada acto gubernamental -por acertado que pudiera ser- dura cada vez menos; los márgenes de maniobra del régimen se han estrechado de manera alarmante, por no decir estremecedora. La culminación lógica de esos tres procesos era inevitablemente un callejón sin salida: el momento en que los frentes, los rendimientos decrecientes y los diminutos márgenes se juntaran, en una situación de la que no parece haber salida, o que admite sólo soluciones más costosas que los problemas que pretende resolver. Nos hallamos en la víspera tal vez de esa coyuntura.El Gobierno del presidente Zedillo enfrenta hoy un sinnúmero de dilemas, unos de su propia hechura, otros no. Cada uno exige decisiones desgarradoras; ninguna de las opciones es atractiva o siquiera aceptable. En lo económico, que sigue siendo lo fundamental, el problema de qué hacer con el tipo de cambio se comienza a volver apremiante. Cuando el gobernador del Banco de México declara que en cuanto cuente con 20.000 millones de dólares de reservas -el equivalente de tres meses de importaciones- se podrá estabilizar la paridad peso-dólar, quizá tenga razón. Pero su afirmación pasa por alto una disyuntiva esencial. Más allá de la emergencia económica actual, ¿quiere México estabilizar el tipo de cambio como estrategia de largo plazo? No es seguro que sea lo deseable, y en todo caso, no es la única opción disponible. Sólo que escoger entre un tipo de cambio competitivo acompañado de una inflación mediana y una paridad fija con una hipotética inflación de un dígito implica decisiones de gran envergadura. Nada indica que se estén tomando, pero el paso de tiempo, la inflación misma y las medidas que deben ponerse en práctica a la par de cualquiera de las opciones van estrechando los márgenes. Al ritmo que va la economía mexicana, dentro de muy pocos meses, ésta se habrá comido el margen de competitividad que le otorgó la devaluación de diciembre y enero, y la decisión será más apremiante.

En los Estados sureños de Tabasco y de Yucatán sucede más o menos lo mismo. Sostener a los gobernadores priístas electos bajo circunstancias vigorosamente cuestionadas por la oposición genera serias complicaciones con esta última, tanto de centro-izquierda como de centro-derecha, y con la prensa. Existen excelentes motivos para sacrificar a los dos gobernadores impugnados en aras de salvar alianzas pasadas -con el Partido de Acción Nacional- o futuras -con la fracción dialoguista del PRD-. Pero el PRI no verá con muy buenos ojos el retorno a los arreglos turbios y tras bambalinas, o concertaciones, como se llamaron durante el régimen anterior, y no se vislumbra manera alguna de defenestrar a Víctor Cervera Pacheco de Yucatán o a Roberto Madrazo de Tabasco sin que el hecho parezca lo que es: una concesión presidencial a los opositores, cualquiera que haya sido la magnitud del indudable fraude electoral. No hay para dónde hacerse, una vez que el Gobierno quedó colocado entre esos dos fuegos: el hastío del PRI de seguir perdiendo elecciones y la necesidad del PAN y del PRD de mostrarles a sus respectivos críticos que pueden lograr victorias reales gracias a su flexibilidad. El margen de maniobra de nuevo resulta estrecho: sólo cambiando a la dirección entera y la esencia misma del partidazo se podría convencer a panistas y perredistas de aceptar un tácito borrón y cuenta nueva. Pero no hay candidatos al liderazgo del PRI que complazcan a la oposición y a la opinión pública y proporcionen simultáneamente garantías de obediencia debida.

Y por último, el margen se ha vuelto minúsculo en lo tocante a los crímenes y castigos del año pasado: los asesinatos de Luis Donaldo Colosio y de José Francisco Ruiz Massieu. Cada vez se antoja más inverosímil la posibilidad de que todas las acusaciones y filtraciones de la Procuraduría General de la República, así como la mayoría de las indagaciones de la prensa, sean ciertas y que al mismo tiempo el ex presidente Carlos Salinas de Gortari haya permanecido al margen de ellas. La incredulidad reinante no se refiere a la veracidad de cada versión, sino a la compatibilidad de ambas afirmaciones: los cargos y chismes por un lado, la distancia o inocencia de Salinas por el otro.

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Para que Salinas esté libre de culpa tienen que resultar falsas muchas versiones actualmente en boga; si dichas versiones -dos tiradores en el caso de Colosio, autoría intelectual de Raúl Salinas de Gortari (hermano del ex presidente) y encubrimiento por Mario Ruiz Massieu (hermano de la víctima) en el caso del secretario general del PRI- son ciertas, es difícil creer en la inocencia del ex presidente. El Gobierno de Zedillo ha dejado escasos márgenes de especulación: los encadenamientos Jurídicos son implacables. Si Mario Ruiz Massieu obstaculizó la investigación bajo su cargo del asesinato de su hermano, lo tiene que haber hecho por órdenes de alguien: sólo recibía instrucciones del presidente de la República.

De allí que se considere inminente la inculpación e incluso el arresto de Carlos Salinas de Gortari: el Gobierno se ha colocado en una postura que prácticamente no le deja escapatoria. Si quiere recuperar el mínimo de popularidad con quistada en marzo con la de tención de Raúl Salinas; si quiere dar prendas de seriedad en su empeño justiciero de construcción en México de un Estado de derecho; si quiere sostener a sus dos funcionarios panistas -el procurador Antonio Lozano Gracia y el subprocurador Rafael Estrada Saamano- y no echar abajo sus investigaciones e hipótesis, entonces no parece haber salida. O cae Salinas o cae Salinas. Sólo que la lógica de la política sucesoria mexicana y del proceso judicial de la Procuraduría no es la misma que la de los mercados internacionales o la de la razón de Estado. Y aquí la estrechez de márgenes se agudiza y se complica.

Carlos Salinas es aún un símbolo para los mercados: de modernidad, de audacia, de políticas proamericanas. Nadie en Wall Street va a dar la vida por un ex mandatario, ni correrán lágrimas por él entre inversionistas y tesoreros de fondos. Pero de allí a permanecer indiferentes ante su posible encarcelamiento, o ante las revelaciones que podrían surgir de un hipotético juicio a Salinas, impera un abismo. No le será fácil al país volver a los mercados de capitales, y en particular al de crédito voluntario, después de haber encarcelado al ídolo de los corredores y de los corresponsales.

Tampoco resultará sencillo gobernar un país como México con su institución central -la presidencia de la República- en caída libre y sujeta ya a las vicisitudes de las luchas políticas, los enconos y, en efecto, los delitos de quienes la han ocupado. El sistema político mexicano funcionaba con una especie de amnistía tácita y de oficio para los ex presidentes ante sus fechorías, reales las unas, imaginadas o exageradas las otras. El dispositivo de la sucesión presidencial y la amnistía implícita que implicaba son indisociables, e irremplazables dentro del sistema. La peor de las imprudencias -aunque fuera la más aplaudida y la más justa- consistiría en mandar a Carlos Salinas a Almoloya, sin emprender al mismo tiempo y con el mismo aliento una transformación radical del sistema político, de la vida política, de la cultura política del país. Nadie sabe si se puede todo; todos sabemos que a cuentagotas nadie es durable. Al gozo de ver que hay justicia en el mundo y que los malos terminan mal, los que siempre fuimos adversarios de Salinas debemos oponer el frío cálculo de los peligros que entraña un colapso institucional en este país. Lo importante es liquidar el mecanismo que crió a la estirpe salinista; prefiero la libertad de Salinas a cambio del fin del sistema que la sobrevivencia del mismo merced a su castigo.

Jorge G. Castañeda es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional Autónoma de México.

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