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Una de indios,

Hace 25 o 30 años, en una pequeña franja del barrio de Argüelles, existieron siete cines que hoy día ya han muerto. Y por razones de honor voy a nombrarlos alfabéticamente: Apolo, Emperador, Iris, Magallanes, Pelayo, Quevedo y Vallehermoso. Todos estaban cerca de casa, eran baratos, puntuales, acogedores, de sesión continua y, además, nunca había que guardar cola para sacar las entradas. Salvo rarísimas excepciones, en aquellas salas sólo se pasaban películas sencillas y sin vicios de origen. Es decir: de piratas, dé policías, de safaris, de romanos y del Oeste. Y quizá también alguna de Fu Man-chu. Cualquier otro género, por definición, apestaba en el, barrio; y, supongo que los propietarios debían estar al tanto de ello, ya que las programaciones nunca incluían piezas que traicionasen esta forma de pensamiento.Sépase que el espectador de entonces sabía tratar el cine de un modo docto y erudito, siempre reacio a cualquier tipo de intromisión contaminante. De hecho, en ningún caso habriamos consentido que en nuestras salas se proyectaran películas alegóricas, su rrealistas, psicológicas o de contenido social. A ve ces, es cierto, se nos colaba algún indioblandengue, de esos que hablaban de paz y armo ' nia y que se pasaban la película entera tratando de convencer a su, pueblo para que no atacara a los colonos. Un verdadero fastidio. Sin embargo, en tales lances, lo habitual era que un abucheo colosal recorriera el patio de butacas, haciendo ver a los -empresarios hasta qué punto nos indignaban semejantes salidas de tono.

De estos siete cines, mi favorito era el Quevedo. En su momento costaba ocho pesetas, y pese a su dudosa fama, lo cierto es que aquel lugar no olía mal ni nada parecido. Recuerdo haber visto allí películas memorables, como El mundo en sus manos, con Qregory Peck, Anthony Quinn y una actriz preciosa de la que no recuerdo el nombre. Acudían a aquel cine, sí, tipos un tanto raros que de vez en cuando. se sentaban a nuestro lado y que al azar nos precipitaban una mano tonta sobre el muslo. Pero a mí nunca me parecieron peligrosos, aunque sí algo guarretes. Muy cerca, a dos minutos caminando, estaba el cine Magallanes. Era un buen local, con hechuras de garaje, y su selección semanal de películas rayaba en la perfección. Sin embargo, también contaba con un defecto brutal: el inaudito precio de las bolsas de palomitas que se vendían en el entresuelo. Nunca se pudo solventar este problema. Poco más arriba se encontraban los cines Apolo y-Vallehermoso, gemelos en muchos aspectos, y bajando por Fernández de los Ríos, en dirección a Moncloa, el Emperador y el Pelayo. De este último siempre recordaré a un acomodador que me hacía pensar. Era muy alto,. muy raro, muy gordo, como esponjoso, y provisto de una voz atiplada y aguda que, años más tarde, comprendí pertenecía al gremio de los castrati.

Bajando por Guzmán el Bueno, y poco antes de llegar a Alberto Aguileta, se encontraba el cine Iris,el primero en morir de lo « s siete. Recuerdo una tarde, ya a finales de los, sesenta en la que fui allí con mi hermanó Javier. El -programa incluía La muerte tenía un precio (una película 3-R o "gravemente peligrosa", según los dictados oficiales de la época), y mi hermano, además de invitarme, tuvo que sobornar al portero con una moneda de cinco duros para que me dejara pasar. Una especie de fortuna:. Nunca olvidaré aquel desparpajo mientras colocaba la moneda en la cuenca de su mano, aquella prestancia, aquel toque de hombre de mundo que para 1 mí significó uno de los primeros negocios ilegales que tuve oportunidad de presenciar. Además, en un portal próximo a aquel cine vivía Ángela Molina, cuyos hermanos iban con migo al colegio. Aquella chica, lo reconozco, me gustaba más de la cuenta, aflojaba mis, huesos y me re cordaba al mar, pero jamás me atreví siquiera a dirigirle la palabra. Luego, ella se me hizo famosa y el fflundo se la llevó.

Naturalmente, en el extremo sureste de aquella franja mágica se encontraban también todos los cines de la calle Fuencarral: Paz, Proyecciones, Roxy A, Roxy B, Bilbao, etcétera, pero, de hecho, no nos pertenecian. Aquello era zona noble, ¿e clara influencia paterna, y sus precios no resistían siquiera la tentativa. Y muy cerca de aquel punto, casi en la esquina entre Rodríguez Sampedro y Conde de Valle de Suchill, existía un territorio todavía por explotar al que acudíamos cuando se nos agotaba la paga semanal. Curiosamente, allí jugaba con alguien que hoy día se ha convertido en un importante productor cinematográfico. Al parecer, ambos nos pirrábamos por el cine, pero, cosa extraña, nunca fuimos juntos a ninguna sesión. En cualquier caso, recuerdo que servidor le pegaba grandes palizas a las chapas.

Nada queda, en fin de aquel tiempo; que sí debió ser, in realidad, tan maravilloso- como lo evoco. Aunque sólo. fuera porque vivían los cuatro Beatles.

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