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De escuchas y grabaciones

A la natural alarma por las revelaciones periodísticas acerca de la existencia de una estructura organizada y permanente dentro del Centro Superior de Información de la Defensa (Cesid), dedicada a la interceptación y grabación de comunicaciones telefónicas entre ciudadanos de un amplio espectro de la sociedad española, ha seguido el estupor ante las explicaciones facilitadas desde los aparatos del poder.El propio Cesid ha confirmado que el llamado gabinete de escucha, mediante instalaciones y artificios técnicos ha venido barriendo indiscriminadamente el espacio radioeléctrico utilizado por la telefonía móvil, enlaces de radio y otros medios, sin que conste acreditada autorización judicial alguna. Esta actividad realizada de manera sistemática desde 1984, y que ha permitido interceptar todo tipo de comunicaciones, registradas por meticulosos operadores, además de facilitar, a la vista de las contundentes pruebas exhibidas por la prensa, la creación y gestión de un fondo, apodado "la cintateca", custodiado por el mismo Cesid y del cual se libraron copias de grabaciones en mano a diversos mandos del Centro.

Ojalá fuese ocioso justificar hoy el sentido y origen de la propia existencia del derecho fundamental a la privacidad de las comunicaciones, natural prolongación de la intimidad de los ciudadanos. Como estos derechos, junto a otros tales como la libertad de conciencia, la dignidad humana, la integridad física y moral, la libertad y, seguridad personales, la libre elección de profesión u oficio o la inviolabilidad del domicilio hubieron de ser trabajosamente conquistados para constituir una esfera de libertad individual del ser humano frente a la injerencia y abusos del Estado, y como estos derechos son parte esencial de cualquier texto constitucional y elemento estructural del mismo Estado de derecho.

Como ocioso habría de ser el recordar la existencia de una tradición constitucional propia que desde el artículo 7 de la Constitución liberal de 1869 llega al 18.3 de la vigente Constitución, consagrando el derecho de los ciudadanos al "secreto de las comunicaciones y, en especial, de las postales, telegráficas y telefónicas, sal vo resolución judicial".

Pero, además de ello, y contrariamente a lo que algunas voces del aparato del Estado han afirmado, no es cierto que antes de la Ley Orgánica 1811994, de 23 de diciembre, aquellas actividades no constituyesen delito, ya que la primera norma en introducir en nuestro ordenamiento sanciones penales para tales conductas fue la Ley Orgánica 711984, de 15 de octubre.Esta ley fundaba en imperativos de una "sensibilidad democráticamente expresada" la inclusión en el Código Penal de sanciones ante la posibilidad, no prevista, hasta entonces, de que se instalasen "con manifiesta ilicitud arbitrarias escuchas telefónicas". Los nuevos artículos 192 bis (aplicable a funcionarios, autoridades o sus agentes) y 497 bis (aplicable al común de los ciudadanos) sancionaron así la interceptación de comunicaciones telefónicas y la utilización de artificios técnicos de escucha, transmisión, grabación o reproducción del sonido para descubrir los secretos o la intimidad de otros sin su consentimiento.La reforma posterio a cargo de la Ley Orgánica de diciembre de 1994 sustituyó dicha regulación con el fin de endurecer, aumentándolas, las sanciones penales por la interceptación ilícita de las telecomunicaciones cuando tuviesen aquella finalidad, incorporando, además del incremento de las sanciones y la tipificación de nuevas figuras delictivas que ya criticamos en su momento (EL PAÍS, 25 de marzo de 1995), la equiparación de la imagen y el sonido y la sustitución del término "comunicaciones telefónicas", de la vieja ley de 1984, por el más actual de "telecornunicaciones". Expresión esta última que parece haber permitido a la interpretación oficial extraer su única coartada jurídica.

Coartada pobre donde las haya, ya que un principio de aplicación de las normas jurídicas, consagrado en el Código Civil, obliga a interpretarlas según el sentido propio de sus palabras, en relación con el contexto, los antecedentes históricos y legislativos y la realidad social del tiempo de su aplicación, atendiendo a su espíritu y finalidad. Siendo obvio que tanto el aparato telefónico convencional, que vehiculiza la comunicacion a través de hilos, como el llamado inalámbrico o móvil, que la realiza a través del espacio radioeléctrico, son teléfonos. Como se deduciría del sentido gramatical de la expresión, de la realidad social del tiempo en el que había de aplicarse la norma y, por último, del espíritu y finalidad de ésta, que no era otro que proteger la privacidad de la comunicación entre dos personas y la intimidad de las mismas.

Es más, la conjunción disyuntiva que aparece en la enumeración de conductas delictivas permitiría contemplar dos actividades separables a efectos penales. De un lado, la interceptación, y, de otro, la utilización de artificios técnicos de escucha, transmisión, grabación o reproducción. De tal forma que, aun cuando fuera discutible la existencia o no de un presunto delito de interceptaciones, tal como el propio Cesid ha admitido, y la prensa evidenciado con todo lujo de detalles, aquélla segunda actividad era práctica habitual para el siniestro gabinete de escucha.

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Sobre la autorización judicial, cabe presumir que difícilmente se hubiese obtenido ésta. El Supremo, en un auto de junio de 1992, ha afirmado que el control judicial sobre las escuchas debe extenderse no sólo a su autorización, sino también a su desarrollo. Para negar a continuación legitimidad a las "escuchas predelictuales o de prospección, desligadas de la realización de un hecho delictivo concreto". Razonamiento que excluiría barridos generalizados.

Aun admitiendo como inevitable la propia existencia de un servicio de espionaje, información o similar, incluso en Estados democráticos y en tiempos de paz, es lo cierto que la actividad desarrollada por el Cesid más recuerda episodios del "Estado de excepción permanente", propio de sistemas autoritarios, que a la función que corresponde a aparatos de seguridad al servicio de un Estado de derecho moderno, que parece condenado a no encontrar jamás la senda hacia la sociedad democrática avanzada que dice querer construir.

Antonio Montiel Márquez es abogado y miembro del departamento de Derecho Constitucional de la Universidad de Valencia.

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