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Tribuna
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Castillos en España

Antonio Muñoz Molina

Después del derrumbe de los sueños lo que parece haber llegado a la España de ahora es el descrédito de la realidad. En 1982, cuando los socialistas llegaron al poder, se habían borrado ya la mayor parte de los sueños más generosos y más ineptos, que alimentaron a la izquierda durante la dictadura, así que muchas personas que en 1977 aún aspiraban a la república y a la revolución proletaria consideraron, cinco años más tarde, que el único futuro verosímil era el de una socialdemocracia sólida, eficaz, burguesa, incluso aburrida, una socialdemocracia que mantuviera razonablemente limpias las calles y las dependencias del Estado, que volviera puntuales a los funcionarios públicos y los transportes públicos, que nos convirtiera, en resumen, en un país europeo, con esa mezcla algo ingenua de romanticismo y de modernidad que tenía entonces la palabra europeo para los oídos españoles.

En 1981 habíamos sobrevivido casi de milagro a una tentativa de golpe de Estado militar. En octubre del 82 al votar a los socialistas, muchos demócratas españoles renunciaban a algunos de sus sueños más audaces con la esperanza de que se disiparan a cambio las peores pesadillas del militarismo. Ya casi nadie esperaba la revolución, a no ser una concienzuda tardía revolución burguesa: legalidad, laicismo, educación y sanidad universales, algunas cosas obvias que cualquier ciudadano europeo occidental disfrutaba sin darles demasiada Importancia y que nosotros mismos, los que nos educamos en el radicalismo de los setenta, habíamos tendido a despreciar.

Muchos amigos me dicen ahora que ellos nunca votaron al partido socialista, que en ningún momento fueron engañados por él. A mí no me da vergüenza confesar que en las elecciones de octubre de 1982 voté por ellos y me alegré de la amplitud abrumadora de su victoria. Abolidos los sueños, o los delirios leninistas, parecía que por fin íbamos a consagrarnos a la edificación de la realidad. Ahora se nos olvida, pero la victoria del partido socialista era un hecho del todo excepcional en la historia de España.

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Por primera vez una fuerza de izquierda ganaba por mayoría absoluta unas elecciones libres, en un periodo de relativa estabilidad internacional y sin graves convulsiones interiores. Hay que recordar que en 1931, cuando la alianza de republicanos de izquierda y socialistas emprendió las grandes reformas legales y sociales de la II República, el mundo entero atravesaba una crisis económica feroz, los totalitarismos ascendían en Europa y la propia España yacía en un estado de ignorancia y desigualdad intolerable. Los Gobiernos de los dos primeros años de la República padecieron además una permanente debilidad parlamentaria, que acabó provocando en 1933 el triunfo electoral de una derecha más adicta a Mussolini y a Hitler que a las frágiles formalidades de la democracia.

En 1982, ninguno de los peligros que habían acechado a la República de 1931 existía: España ya no era un país analfabeto y rural, propenso al oscurantismo religioso o al milenarismo anarquista; los avances en la construcción europea volvían inverosímil un rebrote de fascismo; y un Gobierno fortalecido por una vasta mayoría absoluta tenía delante de sí la legitimidad jurídica y popular y el tiempo necesario para llevar a cabo las reformas más imprescindibles, para convertir en práctica política las ganas de cambio de la gente. Felipe González y los suyos se parecían en las primeras fotos de Gobierno al país posible que entonces no costaba demasiado trabajo imaginar: gente joven, sensata, honesta, con capacidad técnica y arrojo político, gente nueva que no tenía nada que ver con los carcamales del franquismo, ni siquiera con los políticos profesionales europeos.

Creíamos que estábamos ingresando en la realidad, y ahora, 13 años más tarde, comprendemos que habíamos sido hechizados por un sueño que se parecía a ella, por una nueva utopía que ya no se nos antojaba inverosímil por el simple hecho de que era razonable. Nuestras ilusiones socialdemócratas han resultado tan insensatas como las antiguas ilusiones leninistas: pensábamos que no estaba mal renunciar al colectivismo si a cambio se lograba que las ciudades estuvieran limpias y que los administradores públicos fueran honrados, por ejemplo, pero ahora sucede que las, calles están más, sucias que nunca y que los administradores públicos tienden a saltarse las leyes, pero ya parece que no le quedan a nadie principios lo bastante sólidos como para afirmar sobre ellos una rebeldía política, no sólo un rapto de furia, o de desánimo.

Durante los ochenta, los socialistas en el poder dedicaron toda su maquinaria publicitaria y su astucia dialéctica a proponerle al país una transacción: los mitos antiguos de la igualdad, la solidaridad y la justicia debían ser abandonados, o al menos pospuestos, en nombre de la modernización y de la eficacia. Si no éramos modernos, competitivos y eficaces, no podíamos sustentar la justicia; si se favorecía no la solidaridad, sino la codicia y el tiburonismo económico, la prosperidad que traería consigo una tal liberación de las fuerzas del mercado acabaría beneficiándonos a todos. Ninguna de las convicciones de izquierda que el propio partido socialista había defendido hasta no mucho antes podía mantenerse ya en pie: el pacifismo neutralista y la inclinación hacia América Latina y el Tercer Mundo quedaban desacreditados por la urgencia de ingresar en la OTAN y en la Comunidad Europa. En marzo de 1986, la campaña del referéndum sobre la OTAN significó una novedad radical en el modo en que los socialistas trataban la disidencia de izquierdas: por primera vez se volvieron abiertamente agresivos, intolerantes en la ebriedad de su soberbia.

Vistos a distancia, aquellos años, la segunda mitad de los ochenta, adquieren una luz de alucinación. En vez de utilizar sus colosales fuerzas parlamentarias en cambiar de verdad el país, los dirigentes socialistas se dedicaron, con la complicidad parcial de los demás partidos, a inmiscuirse en todos los poderes de la sociedad, a extender a todas partes el dominio arbitrario e impune de una casta política que se creyó por encima de la ley, invulnerable a los límites de la decencia y al mismo tiempo a la corrupción del dinero. En 1982, una de las promesas más insistentes de la campaña electoral había sido la reforma de la Administración pública. Para cualquier demócrata era evidente que hacía falta limpiar y racionalizar el Estado, liberarse de la siniestra incompetencia y de los hábitos represivos de una Administración forjada durante casi medio siglo por los vencedores de la guerra civil. La policía, el Ejército, las jerarquías ministeriales continuaban intactas. Pero no se trataba principalmente de la necesidad de una depuración política, sino de una modernización en el sentido más profundo.

Nada de eso ocurrió, al menos en el ámbito de la realidad, si bien las cosas eran de otro modo en ese espacio publicitario de los sueños que ha resultado ser el preferido no sólo por los socialistas, sino por todas las organizaciones políticas en el poder. En vez de cambiar, la Administración empezó a multiplicarse hasta extremos de burocracia: asiática, crecieron Gobiernos y Parlamentos autónomos, patronatos, organismos públicos cuya utilidad nadie conocía, pero que incorporaban a militantes y clientes de los partidos y creaban una malla de intereses enquistados como parásitos de la vida productiva del país, una red populosa de servilismo político muy útil a la hora de una campaña electoral.

No se cambiaba la Administración, sino los logotipos de los ministerios y el mobiliario de las oficinas; no se desarrollaba en realidad una economía productiva, pero se favorecía la especulación financiera y se difundía el delirio de una incorporación a los países de cabeza de Europa, incluso a los grandes del mundo. Mientras se desmantelaba la agricultura y la ganadería para obedecer a las exigencias de Bruselas, mientras se vendían sin cálculo las empresas más sólidas del país a multinacionales extranjeras, el sueño de la modernidad se iba convirtiendo a medida que se acercaba el final de los ochenta en una desmesurada representación barroca, en una locura de despilfarro y exhibicionismo que infectaba por igual los hábitos públicos y las costumbres privadas.

Se vivía en una excitación febril de comprar y vender, en un aturdimiento que ocultaba o volvía irrelevantes los datos obstinados de la realidad: el crecimiento del paro, y de las desigualdades interiores; la caída constante de la productividad y la competitividad; la multiplicación monstruosa del déficit del Estado; la pérdida de cualquier rastro de solidaridad democrática, de un proyecto común de identidad política española.

La Olimpiada de Barcelona, el tren AVE y, la Exposición Universal de Sevilla iban a constituir las pruebas irrefutables de la modernización de España. El AVE, aparte una maravilla técnica, resultó ser un lujo exorbitante en un país del que se están suprimiendo los tendidos ferroviarios de, sus regiones más pobres, con la explicación cínica de que esos trenes no son rentables. El AVE fue, entre otras cosas, el trofeo de una sumisión política de Felipe González, a François Mitterrand y a Helmut Kohl, sus dos patronos europeos.Tarda dos horas y media entre Madrid y Sevilla: el expreso nocturno que circula entre Granada y Madrid tarda lo mismo que hace medio siglo.

En los ochenta, los gobernantes socialistas solían decir que Andalucía, que es la región más atrasada de España, llevaba camino de convertirse en la California de Europa, un cruce entre Sylicon Valley y el Jardín del Edén. Pero, como la realidad es difícil y trabajosa de cambiar se prefirió construir en una isla próxima a Sevilla un simulacro moderno y fugaz de realidad, una Exposición Universal de la que se dijo que iba ser el asombro del mundo y el impulso definitivo para la prosperidad de Andalucía: los cientos de miles de millones que se quedaron allí nadie los ha calculado todavía, igual que no sabe nadie las fortunas que se labraron en esos pocos años de fiebre. Ahora la isla de la Cartuja es un paraje abandonado y desierto, y Andalucía sigue siendo la región más pobre de Europa, con un índice de paro que en, algunos lugares alcanza el 60%, pero también con una televisión pública que cuesta cada año 10 veces más que el Museo del Prado y con un Gobierno regional que no conoce límites en el exhibicionismo de su despilfarro.

En España, al final de los ochenta, casi nadie tenía mucho interés por conocer la verdadera realidad ni por restablecer una cierta moral que fuese a la vez cívica y privada. Se vivía en la borrachera creciente de los simulacros, en el cinismo de la acomodacíón mediocre o dé la abierta rapiña, en la acomodación estratégica de los ojos cerrados. A forjarse y creerse proyectos sin fundamentos le llamamos en español "hacer castillos en el aire", Siempre me ha llamado la atención que a esas mismas alucinaciones se les llame en francés y en inglés "castillos en España". Eso hemos sido tal vez, o somos todavía, un país de castillos fastuosos e imaginarios, de espejismos carísimos, de verdades que nadie ha querido ver durante más de una década y, mentiras qué ya están empezando a desmoronarse como esos edificios que se hunden en silencio en las imágenes de derribos que a veces se ven en la televisión.

En dos años, entre 1931 y 1933, el primer Gobierno minoritario y asediado de la II República Española llevó a cabo una tarea política educativa fomidable, creó una Constitución y un nuevo modelo de Ejército, fundó escuelas, estableció el voto para las mujeres, la igualdad jurídica y el derecho al divorcio. En 13 años de Gobierno socialista uno tiene la sensación dolorosa de que el tiempo ha sido demasiado rápido y demasiado estéril y de que todas las cosas que parecían mas sólidas se disuelven en el aire, como castillos en España o fuegos artificiales (en español ha blamos de "castillos de fuegos").

Los sueños del 77 o del 82 han desaparecido, pero lo peor no es que hayamos dejado de creer en los sueños, sino que ya no nos creermos la realidad. Hace no mucho tiempo se decía que no importaba demasiado que hubiera cierta corrupción, si a cambio se obtenía eficacia. También eso resultó mentira: somos más corruptos, pero no más eficaces, y entre nosotros el escándalo se degrada velozmente en parodia, y ya ni nos apetece leer por las mañanas los titulares del periódico. Los socialistas han reinado, contagiándole al país un sentimiento de irresponsabilidad personal, de que cualquier cosa, si se hace con cierto cuidado, puede hacerse, de que no tienen ya sentido ni las viejas creencias ni el sentido incorruptible de la dignidad que fue en otro tiempo la médula moral de la izquierda. Algunos de los personajes más altos del Estado se encuentran en la cárcel: cada día se descubren nuevas inmundicias, nuevos despojos de la impunidad de tantos años; justo ahora el sueño, de la integración europea es desmentido por el trato vejatorio que ha sufrido España a manos de sus socios en el conflicto pesquero con Canadá, o por el vandalismo consentido con que los agricultores franceses asaltan cada día los camiones españoles de fruta.

Detrás del decorado de los castillos en el aire personas libres de toda sospecha,se han dedicado a robar e incluso a asesinar, pero al menos ahora que se les ha hundido el teatro ya es más dificil que se escondan. Mezclada al desaliento, algunos empezamos a encontrar una cierta ilusión, animada por el trabajo diario de los jueces, de los forenses, de los Policías honrados, de las simples personas decentes que no se han rendido en todos estos años a la gran marea pública, pero también íntima, de la corrupción. Al menos ya sabemos que hay mentiras que no pueden volver a contarnos y castillos que nunca más se sostendrán en el aire. Y en medio de todo yo no puedo olvidarme de que vivo en un periodo privilegiado de la historia de mi país, porque nunca hasta ahora hubo una generación española que disfrutara 17 años seguidos de libertad. Si no hemos perdido la libertad, no es imposible que seamos capaces de recobrar la decencia.

Antonio Muñoz Molina es escritor.

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