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Paisaje después de una feria

Acaba de terminar la larga feria taurina de San Isidro y ha sido una de las peores de los últimos tiempos, tanto por el mal juego de los astados como por los desaciertos de los toreros; a algunas de las supuestas máximas figuras se les han ido sin torear varios de los pocos toros buenos y otros coletudos han triunfado con un toreo mixtificado.

Los carteles habían levantado las iras de la afición desde que se anunciaron: ninguno era redondo y muchos no pegaban ni con cola. La empresa alegó que se trataba de que un diestro modesto alternara con dos figuras, aunque la explicación más coherente es que dicha empresa no tiene poder de convocatoria entre las figuras o, que simplemente quiere ahorrar dinero -a sabiendas de que la plaza se llenaría con el tirón del abono- o que (¡horrores!) un mes entero de corridas es una pasada.

Hubo incluso carteles totalmente modestos, tan modestos que no eran de recibo en una feria importante: se dan fuera de San Isidro y ni se llena un cuarto de plaza. En esas tardes no me habría importado cruzar medio Madrid en metro con tal de poder vender mis dos entradas a su precio, pero ni eso, no hay compradores. Hasta es imposible regalarlas. Varias veces, ofrecí entradas a mi cuñado, Víctor, y se rió en mis narices. Me dijo: "Si tú pretendes que yo vaya para ver a fulano y mengano [silencio sus verdaderos nombres por educación], estás loco". Y eso que Víctor es bastante tonto; si llego a ofrecer las entradas a mi portera, me retira la palabra.

Más preocupante aún es el ganado que se lidió en el ciclo isidril. A juzgar por las desastrosas ferias de Valencia, Sevilla y Madrid de esta temporada, el toro de lidia pasa por una crisis profunda: cuando no está inválido, está descastado. (Cuando está íntegro, lo matan los picadores). Sin que sirva de precedente, a lo mejor ha llegado el momento de estudiar más detenidamente una de las quejas de los taurinos, profesionales, expresada por un empresario en este mismo diario: al toro de Madrid le sobran kilos y está fuera de tipo, con lo que difícilmente embestirá.

Ojalá el exceso de peso fuera el único motivo de la falta de juego. El toro actual está muy bajo de casta; en su afán de fabricar un colaborador tonto, muchos ganaderos han transformado un animal fiero en un borrego, y esto también influye en la falta de movilidad y en las caídas. Así que cuidado con esos taurinos: ellos mismos impusieron este toro descastado.

Se tiene la impresión de que algunos de estos abusos se cometen con el beneplácito de la Comunidad, propietaria del coso. ¿Exactamente qué hacen todos esos funcionarios taurinos de la Comunidad? Desde luego, parece que no velan por los intereses del aficionado. Es de esperar que los nuevos funcionarios taurinos del victorioso PP intenten corregir algunas de estas deficiencias. Podrían empezar por suprimir la absurda Feria de la Comunidad, o por lo menos librar a los abonados de la obligación de sacar entradas para esas tres novilladas sin interés. Aunque para un partido que lo confía todo al libre mercado -incluso más que los socialistas- es posible que la fiesta de los toros en Madrid siga siendo tan sólo una suculenta fuente de ingresos, sujeta a inconfesables presiones crematísticas. Como siempre, la fiesta refleja la sociedad de su entorno.

A pesar de todo esto, es también una fiesta viva, por lo menos aparentemente. Cada año hay más barullo, más puestos delante de la plaza: venden tabaco y pipas, casetes con pasodobles, carteles donde imprimer tu modesto nombre al lado de dos figuras, camisetas que ensalzan la fiesta más brava. Este año hasta hubo un puesto del PSOE donde se pedía el voto en las elecciones municipales y autonómicas, y para llamar la atención del votante en potencia se tocaba una música estruendosa. "Oiga", dijo un aficionado apolítico a los del puesto, "esa música molesta mucho e incluso puede quitaros votos". Le contestó un supuesto socialista, con esa suficiencia que dan muchos años en el poder: "¿Acaso no hacen ruido los puestos de casetes?". El día 28 de mayo recibió la respuesta.

Parece que ha subido el nivel de vida en Madrid. Hace 30 años, el aficionado que tenía sed daba media peseta a una señora delante de la plaza y bebía de un botijo, cuando los toreros querían mojar las muletas en días de viento, también echaban agua de un botijo. Ahora, en los dos casos se utiliza agua mineral. Bellas señoritas pasean por el tendido vendiendo helados de una marca norteamericana.

La banda de música de la plaza sigue divirtiendo a los espectadores, incluso en las tardes malas. Hasta se podría decir que cuanto más mala es la corrida, más vibran los asistentes con los pasodobles. Se toca con especial ardor durante las actuaciones de Florito, el mayoral, que hábilmente maneja sus cabestros para sacar un toro inválido; ha habido tardes en las que los mayores aplausos no fueron para los toreros, sino para Florito y la banda. A la. salida, hay más música: unos gitanos tocan un teclado eléctrico y dos trompetas con verdadera maestría. (Aunque ya no se exhibe esa cabra que se balanceaba sobre un pedestal: las cabras salen al ruedo luciendo las divisas de las ganaderías de postín).

Los aficionados festejan las raras corridas buenas en los bares de alrededor, y las tardes malas acuden a esos mismos bares para ahogar sus penas en vino. En La Tienta se sirven unas excelentes (aun que caras) mollejas, en Los Tarantos se puede comer unos tomates exquisitamente aliñados o unos suculentos boquerones fritos, y en El Albero se degusta una morcilla de Burgos que es un primor. Tras la última corrida, invité a mi actual esposa a consumir estos platos, con lo cual se libró de preparar la cena, y por la noche me lo agradeció vivamente, tanto que durante un rato nos olvidamos totalmente de lo mala que había sido la feria.

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