El final del trabajo
Existieron culturas humanas en las que el trabajo no tenía lugar. Me refiero, naturalmente, al trabajo tal y como lo concebimos en la actualidad. Tal vez aún pervivan en algún recóndito y todavía incontaminado rincón de la tierra grupos humanos que no entiendan lo que es el trabajo. En la cultura occidental, a lo largo de toda su historia, el trabajo, en cualquiera de sus formas, ha tenido siempre un espacio importante en la vida individual y colectiva de las sociedades. El trabajo considerado como el motor esencial del desarrollo y el crecimiento social de la persona, pero también como la primera referencia del progreso de la sociedad. Paulatinamente, el trabajo ha ido dejando de verse como algo degradante, especialmente el trabajo que requiere un esfuerzo fÍsico, para convertirse en algo más que una necesidad, en un bien social, en una actividad que ennoblece a quien la realiza. Se conciben utopías en las que el trabajo bien organizado es el elemento catalizador. Y al mismo tiempo ocurre lo contrario, es decir, se conciben utopías en las que el trabajo, percibido como una tortura, como un castigo, como algo penoso, desaparece casi por completo: son las máquinas las que trabajan, y el hombre se dedica a pensar, a disfrutar de la vida o mirar las musarañas. Es la utopía del tiempo libre permanente frente a la utopía del trabajo como núcleo esencial de la vida del hombre.Pero las utopías y los sueños humanos tienen un tiempo histórico en el que germinan y una fecha de caducidad. Los jóvenes de hace 30 o 40 años imaginaban una vida muy distinta de la que pueden imaginar los jóvenes de hoy. Las perspectivas de vida han cambiado mucho, y los sueños también. Aunque parezca una obviedad, hay que decir que algo no cambia: el sueño de una vida que empieza a tener una presencia activa en la sociedad. Hace 30 o 40 años, uno quería ser algo en la vida, alguien en la sociedad, y podía pensar, sin que nadie le pudiese tachar de fantasioso, que iba a ser abogado, o maestro, o ingeniero, que estudiaría para ello y que a ello le dedicaría una gran parte de su vida. Aún vivíamos instalados en el mito del pleno empleo, el Estado de bienestar conocía sus mejores años. El empleo era un final natural para los jóvenes, tuviesen o no estudios universitarios. Gustase más o menos, el empleo no era un bien tan escaso como lo es ahora. Entonces las exigencias laborales tenían un contenido bien distinto del que tienen hoy: reducción de jornada, mejora en las condiciones de trabajo, participación en la gestión de la empresa, etcétera.
Pero todo eso ha entrado en crisis. Desde hace bastante, algunos aspectos del Estado de bienestar empiezan a ser puestos en cuestión por la propia realidad presente y por las perspectivas de futuro. El desempleo ya no es un problema coyuntural, que tarde o temprano tendrá solución, sino que es un asunto grave, que afecta a muchas personas, que es ya un hecho estructural, y que no tiene una solución, o que las soluciones que se ofrecían hasta ahora ya no sirven. Se trata de un asunto de primer orden: para los sindicatos, para los políticos, para los Gobiernos. El desempleo, tal y como lo conocemos desde hace algunos años, condiciona y modifica las relaciones sociales de una forma capital.
Los sueños de los jóvenes de hoy nacen de otra realidad, y en su versión más pesimista han encontrado una expresión: no hay futuro. Y esto es así porque, en una gran parte, se pensaba que el futuro de un joven estaba condicionado por el empleo que pudiera obtener, un empleo que le podría durar casi toda su vida activa, y en tomo al cual giraría todo lo demás. Esto ya no es posible ni siquiera de soñar. El lema de los sindicatos en la celebración del Primero de Mayo de los últimos años ha sido siempre el mismo. Las exigencias y las perspectivas han cambiado de una forma radical.
Desde hace algún tiempo se viene hablando de una nueva sociedad y de un nuevo paradigma, y se le identifica como la sociedad de la información frente a la sociedad industrial que empieza a quedar atrás. Y en gran parte la naturaleza del problema actual del desempleo tiene que ver con este tiempo de tránsito, en el que vivimos con un pie en un lado y otro en otro, o, como decía Ortega, la ciencia camina 20 años por delante de la política. Seguimos utilizando un traje que ya no nos sirve, y nos resistimos a confeccionarnos uno nuevo, por miedo, por inercia, pero muchas cosas habrán de cambiar.
Lo que llamamos sociedad de la información es una realidad cada vez más palpable, que tiene sus efectos y sus consecuencias bien visibles en la vida social y exige unas nuevas formas de concebir las relaciones sociales y, por supuesto, una nueva forma de concebir el trabajo y el empleo. Algunos, optimistas, creen que la nueva sociedad, después de un periodo de crisis e inestabilidad (¿el que vivimos ahora?), creará empleo. Puede que sea así o puede que no. Sea como fuere, lo que no, ofrece demasiadas dudas es que, a partir de ahora, en la vida activa de los ciudadanos los empleos tendrán un espacio y contenido diferentes de los que han tenido hasta ahora: el tiempo de trabajo será menor, el lugar de trabajo será distinto (el trabajo a distancia tendrá cada vez más importancia), muchos trabajos desaparecerán y aparecerán otros, etcétera. Tendremos que aprender a llenar nuestra vida con actividades distintas del empleo, que nos llevará, como digo, menos tiempo... No estamos en el final del trabajo, como dicen algunos, pero sí de una determinada forma de entender el trabajo. Lamentablemente, en la sociedad actual, el desempleo, la desocupación, es no sólo un grave problema social, sino que, además, puede llegar a ser una tragedia personal y familiar. La utopía de una sociedad ociosa y feliz nos queda aún muy lejos. Pero las perspectivas serán buenas si sabemos aprovechar las ventajas de la ciencia, y si sabemos aceptar e interpretar con inteligencia los cambios en el trabajo y en nuestras relaciones sociales.
Antonio Saénz de Miera es presidente del Centro de Fundaciones.
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